Hay pocas cosas que nos definen tanto como el nombre propio. La sola mención del nombre, es sinónimo de su existencia y es el nombre aquello que queda cuando todo aquello que lo hacía existir: desaparece. Suelen señalar que al nombrar la palabra rosa, ya casi percibimos su perfume, sentimos su olor. Será por eso que cada vez que preguntaban por los nombres en mi familia y llegaban las explicaciones, cuando se acercaba mi turno y después de hacer honores a famosos inventores, libertarios o artistas, el Marcela por la protagonista de “El amor tiene cara de mujer” era vergonzante y parecía insuficiente para un destino que yo imaginaba lleno de gloria.
El amor no estaba de moda, la ficción era para los soñadores y la búsqueda-más individual que colectiva-siempre llevaba la firma de lo epistemológico en detrimento de lo emocional. En resumen: éramos o parecíamos otras personas.
Hoy tras una revolución de concepciones nuestra perspectiva sobre los otrora conceptos que articulaban el andamiaje que justificaba cada uno de mis actos; nuestras ideas, los juicios derivados de ellas y la configuración de nuestro yo y sus deseos son otros.
Surge como un neologismo-entre chic y trendy-el término puesta en valor, y lo mismo aplica para la restauración de una casa que estuvo a punto de demolerse, que para un sentimiento caído en desgracia y así, después de la elegía individualista de los 90, la líquida modernidad del fin del siglo pasado y la perplejidad posmo: surge un intersticio: un modelo de vida y creación colaborativa. Plataformas en donde se coopera, se construye y se sueltan propiedades. Lo mismo intercambiamos una casa para vacacionar en diferentes puntos del planeta que conclusiones sobre la resolución en la cadena del ADN. La poco fiable Wikipedia hirió de muerte a Encarta, construcciones textuales que se exponen por el mero gusto de escribir, de compartir. Autopistas de experiencia y aprendizaje donde el vínculo con el otro es protagonista.
Los clubes de lectura virtuales se convirtieron en furor en pandemia
Las redes colaboran en su tejido: aportan, conectan y las diferencias-tal como anticipó Zigmund Baunman-no están dadas por las fronteras físicas sino por las simbólicas que hacen que cada vez sean más profundas, más evidentes, más insalvables. Una adolescente de 16 años de Olivos Buenos Aires, con un Smartphone y conectividad plena a punto de hacer su ingreso a la universidad, se parece más a alguien en sus mismas condiciones en Oslo, San Pablo o Barcelona que a otro joven bonaerense cuyo acceso a la educación y la conectividad esté vedado.
Y en esta suerte de hermandad lateral un hilo rojo empieza a formar comunidad. La necesidad de tejer pertenencia. Una membresía que se sostiene para dar vida a las emociones. Resulta que un grupo de mujeres comienza a convocarse para leer a coro. Independientemente de si cantan al unísono las páginas o si cada cual lleva su ritmo. Aparecen clubes de lectura cuyos miembros, lejos de las comedias románticas que alimentan las plataformas de streeming prefieren las páginas de libros.
La narración que nos identifica y enseña
No hace falta convocar a los espíritus para recordar que desde que el mundo tiene una memoria para contar, siempre hubo una mujer en el centro del círculo que nos relataba una historia, algunas transmitidas de generación en generación y otras inventadas para dejarnos una moraleja. Pocas veces advertimos el verdadero valor, el revés de la trama y así la importancia más destacada de las historias: las leídas, las contadas y las escuchadas: el verdadero objetivo era que sintiéramos desde lo emotivo la posibilidad de identificarnos con el protagonista, el cuento o la narración son más fáciles de recordar que aquello que como una oración suelta nos presentan.
Cuando a la narración le ponemos carne, nombre y sentimientos la imagen del protagonista empieza a existir en nuestras cabezas y corazones. Lo quiero o lo odio…pero seguro que la emoción que al nombrarlo evoco hace que su figura se represente en mi cabeza….y una vez hecho posibilitamos su existencia…es más fácil recordar hechos, principios y consejos una vez que el afecto los ancló en el sentimiento. Toda enseñanza se hizo más efectiva una vez que la emoción la cargó de sentido a través de la narrativa.
Hagamos un experimento, si nosotros miramos el recorrido de un subte, por cualquier aplicación que nos informe la línea de paradas hasta llegar a destino, veremos una serie de nombres o números que describen las calles que ya pasamos, el lugar en donde estamos y nos da una serie de estaciones faltantes para llegar. Bien, ese es un listado aséptico. Prueben ahora contar ese mismo viaje como si lo compartiéramos con una amigo, donde entren las imágenes, los ruidos, los tiempos del relato…de esa forma interpretamos los últimos minutos que estamos viviendo con un color diferente. Esa narración nos ayuda a encontrar un lugar propio, tibio, individual, dentro de un mar de vidas que cantan al unísono. Es nuestra voz.
La narración de nuestra propia historia nos describe de dónde venimos, dónde estamos y dónde nos dirigimos, pero también nos permite ubicarnos y encontrarnos un lugar dentro de nuestra vida. El ejercicio de contar historias, leerlas, evocarlas y volver a narrarlas es la única herramienta disponible para aprender a construir un dispositivo que nos sostenga el corazón. Y no puedo evitar pensar- porque este texto me lo pide- sobre el por qué de la proliferación de clubes de lectura de novelas romántica donde el 90 % son mujeres. Tal vez porque como aventuró Nené Cascallar en el precámbrico televisivo, el costado femenino que todos llevamos, sostiene que el amor tenga cara de mujer.
Marcela Aguilar. Directora Editorial en VR Editoras. Docente-Editora y Escritora. Profesora docente especializada en Literatura infantil y Juvenil por SUMMA. Psicopedagoga especializada en Didáctica y Constructivismo FLACSO. Especializada en Gestión de Trayectos editoriales.