OPINIóN
Triunfos y próximos desafíos

Chile: del estallido a una nueva Constitución

La dificultad de los partidos tradicionales de interpretar y hallar racionalidad en las demandas de de la sociedad y más aún, resolverlas.

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A favor y en contra. Unos quieren una nueva para reducir la desigualdad. Otros temen que se pierda la estabilidad. | ap / cedoc

Las urnas chilenas expresaron la conformidad de la ciudadanía, por abrumadora mayoría – 78,2% de los votos– para reformar la Constitución vigente. Se optó por cambiar el legado del dictador Augusto Pinochet, quien llegó al poder con las armas en 1973 y se mantuvo como presidente hasta 1990.

Este domingo 25 también arrasó la opción “Convención Constitucional” frente a la “Convención Mixta”, lo que obligará a formar un equipo para redactarla, de 155 personas elegidas por el voto popular y con paridad de género, frente a la otra opción que pretendía incluir un 50 por ciento de parlamentarios en ejercicio.

En el proceso electoral, la participación ciudadana fue del 50%, porcentaje promedio desde 2012, cuando el voto dejó de ser obligatorio y se convirtió en voluntario, en el país que gobierna Sebastián Piñera. Datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), ponen en relieve que la participación electoral en Chile disminuyó desde las primeras elecciones presidenciales y parlamentarias, cuando retornó la democracia (1990).

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El proceso de redacción de una nueva Carta Magna, es un antídoto que el gobierno actual deberá aplicar para cumplir, en primer lugar, con la voluntad popular y la legalidad, y también para intentar desactivar el descontento colectivo que se tradujo en un fuerte estallido social en octubre de 2019, y que recientemente expresó rebrotes.

 

Las urnas chilenas expresaron la conformidad de la ciudadanía, por abrupta mayoría – 78,2% de los votos– para reformar la Constitución vigente

El año pasado, la gota que rebalsó la paciencia de parte de la ciudadanía, fue la suba del boleto del metro, aunque esto quedó demostrado que no era el fondo de la cuestión. Violencia, fuego, cacerolazos, gritos furiosos exigiendo la renuncia del presidente y reclamos de una nueva Constitución, se viralizaron rápidamente por el mundo preCOVID-19, merced a los servicios que brindan los teléfonos inteligentes y las redes sociales. La estrategia del gobierno de Piñera de frenar el caos, acusando a los manifestantes de vándalos para desprestigiarlos ante el resto de la sociedad, no sólo no funcionó, sino que logró que la adhesión a las quejas por la falta de accesos a servicios sociales y por la elevada inequidad, aumente.

Un informe del Banco Mundial, sostiene que Chile es una de las economías de más rápido crecimiento de América Latina en las últimas décadas, lo que le permitió reducir significativamente la pobreza. Pero, también señala, que este crecimiento no fue inclusivo, ya que el 30% de la población es económicamente vulnerable y la desigualdad de ingresos sigue siendo elevada. Si a esta foto se le anexa el flagelo de la desigualdad de “accesos” a servicios como la educación, la salud y las pensiones, y la relación existente entre inequidad y violencia (también expuestas en otra pesquisa del Banco Mundial), la brecha entre incluidos al sistema y condenados al olvido, se convierte en dinamita capaz de hacer volar por los aires toda convivencia pacífica.

El estallido chileno de 2019, que explicitó una honda fractura política y social, me sorprendió cuando aterricé en Santiago, en el regreso de un viaje a las Islas Malvinas. Al bajar del avión, encontré un aeropuerto convulsionado, con todos los servicios suspendidos. Todos los vuelos, el transporte público de la ciudad, y todas las reservas estaban cancelados. Regía el estado de emergencia y el toque de queda en varias ciudades. El miedo, la incertidumbre y la irritabilidad, posaban sobre los rostros de la gente. Los tanques circulando por las calles, los feroces enfrentamientos de las fuerzas de seguridad con los manifestantes, parecían imágenes de otros tiempos. Nadie podía salir del aeropuerto. Tampoco había comida, ni agua. Y así, había que esperar hasta el día siguiente. Luego de 17 horas de espera, en medio de una desorganización total, algunos vuelos salieron y pude retornar a la Argentina, en medio de un clima intricado.

Un año después, días antes de la elección para aprobar o desaprobar la redacción de una nueva Constitución, miles de personas se reunieron para conmemorar el aniversario de las protestas de 2019. Nuevamente la violencia copó la escena, dejando un saldo de numerosos saqueos, y dos iglesias prendidas fuego, ante los ojos del mundo que veía como caía quemada la cúpula de la Iglesia de la Asunción.

Chile es una de las economías de más rápido crecimiento de América Latina en las últimas décadas, lo que le permitió reducir significativamente la pobreza

La posmodernidad posee ingredientes difíciles de comprender para la política, más aún si se mira la realidad con lentes viejos. Existe en las democracias actuales, un segmento de personas que se autodefine como “anti política” y “antisistema”, que no expresan claramente qué quieren o el rumbo que desean. Los une el rechazo al statu quo actual. A los partidos tradicionales les cuesta interpretar y hallar racionalidad a estas demandas y más aún, resolverlas. Por esta razón, en el Palacio de La Moneda, más allá de la luz verde que dieron las urnas para cambiar la Constitución pinochetista, las hipótesis de nuevos episodios de violencia no se descartan. Tampoco es posible atribuirle a una fuerza política el triunfo electoral. Se trata más bien, de una expresión ciudadana, a secas.

Así como la tecnología aceleró los tiempos de información y desinformación, también dinamizó los reclamos, llegando incluso a universalizarlos. Los gobiernos siguen corriendo desde atrás, a una opinión pública cada minuto más veloz, que encuentra nuevos canales para hacer oír sus disconformidades, que no confía en las estructuras políticas tradicionales y que suma adeptos a causas difíciles de encasillar ideológicamente.

También hay que decir, que quienes se opusieron a la reforma de la Constitución pinochetista, mayoritariamente se identifican con la porción más conservadora del país.

Así como la tecnología aceleró los tiempos de información y desinformación, también dinamizó los reclamos,

 

La equidad de oportunidades y la eliminación de privilegios, asoma como un reclamo fuerte en las democracias latinoamericanas, y el plebiscito exhibió nuevamente su fuerza en Chile –en 1988, fue este instrumento el que abrió la puerta democrática para que Patricio Aylwin llegara al gobierno con el sufragio popular en 1990, y reemplazara a Pinochet.

En este contexto, el pueblo chileno deberá elegir a las 155 personas que redactarán la nueva Constitución. El nuevo texto debe estar finalizado, como máximo, a mediados de 2022 y deberá ratificarse en un nuevo plebiscito (obligatorio).

Sólo un dato político más, para tener en cuenta: en 2022, Sebastián Piñera ya no será el presidente de Chile.