A160 días de confinamiento, siento que mi vida ha cambiado tanto que solo alguna novela de literatura fantástica lo podría reflejar.
En los últimos años intuí que estábamos acercándonos a un fin del mundo y que algo apocalíptico iría a pasar con nuestro maltratado planeta, con tanta violencia inusitada (femicidios, violaciones, vandalismo) y, básicamente, con la pérdida de valores. En Europa del Este, mis padres y abuelos, que pasaron por varias guerras, me contaron historias escalofriantes, donde aparecía lo peor del ser humano. En mi fantasía actual, más allá de los desastres naturales, estos tiempos decadentes irían a desembocar en algo terrible, que yo creía déjà vu.
Pero esto era inimaginable. Tanto, que me sugiere una atípica tercera guerra mundial; no declarada, solapada, con compulsas entre grandes potencias, grandes intereses que manejan organismos de salud, laboratorios, cifras de muertos e infectados, de cuya veracidad a veces dudo.
Lo cierto es que a las divisiones que ya teníamos entre nosotros se agregan ahora nuevas disidencias, cuando deberíamos estar más unidos y ser más solidarios.
A las divisiones que ya teníamos se suman nuevas disidencias
No cuestiono la “cuarentena”, pero sí este interminable aislamiento –sin fecha de vencimiento– y sus secuelas. Pienso en la falta de trabajo y de pan, un flagelo creciente. Si cuestiono a veces algunas imposiciones es porque la propia OMS vive desdiciéndose con los mensajes contradictorios que difunde y que confunden.
Lo que me pregunté desde el comienzo es por qué se consultaba solo a infectólogos y por qué no había, a la par, otras voces. Después de casi seis meses, recién hoy se toma conciencia de que no hay salud sin salud mental.
Todo esto es arduo e incierto. Por más vida interior y espiritual que yo tenga gracias a la filosofía de Buda, a mis meditaciones y a la literatura, que me sostienen (ya escribí dos libros más), hay momentos en que llega la noche, no en el sentido real sino “la noche oscura del alma”, como tan bien la definió San Juan de la Cruz.
Cuando se es joven, un año más o menos en la vida no es nada: el que reina es el futuro. Cuando se es grande, un año puede ser una eternidad, sobre todo si había proyectos, viajes de trabajo y encuentros irrepetibles.
La vacuna es la esperanza actual. Pero me preocupa que haya pruebas apresuradas, motivadas por la emergencia. Además, ¿cuánto habrá que aguardar para que se materialice? Y, llegado el momento, espero que sea voluntaria.
Si veo TV, me cuestiono: ¿No hay otro tema que no sea el virus? ¿No hay otras enfermedades, otras causas de muerte, otros interlocutores con otros puntos de vista, más allá de los de siempre y de su enfoque unilateral? Simultáneamente a esta pesadilla, ¿no siguen pasando cosas positivas en el país y afuera? ¿Gente que continúa componiendo, pintando, escribiendo, investigando, estudiando, enseñando, haciendo trabajos creativos, probando nuevos oficios , intentando reinventarse?
Esta “guerra” –para mí– es la guerra del miedo. Y el miedo es inmunodepresor, baja las defensas. ¿Cómo se va a salir sin ayuda de la hipocondría, la paranoia, la depresión, los ataques de pánico, la caída en adicciones? Y ni hablar de las patologías que vendrán después: la agorafobia y el “síndrome de la cabaña”
Estamos ante un virus diminuto, raro, tan contagioso que se propaga en progresión geométrica. Tengo amigos infectados, enfermos y curados. Yo me cuido mucho, tomo todos los recaudos necesarios, soy consciente del peligro, responsable, y trato de no minimizar ni de exagerar. Pero estoy desanimada, desmotivada, con malestares psicosomáticos de todo tipo. Por encontrarme en la franja más vulnerable, claro que estoy más expuesta pero también lo estoy a la desazón y a la impotencia, que no desaparecen con protocolos ni con vacunas por venir.
*Escritora. Autora de Rosas del desierto.