“No puede hacer nada”, le dijo el profesor de gimnasia a mi mamá hace muchos años cuando hablar de inclusión llamaba aún más la atención y la sociedad estaba, tal vez, menos preparada para recibir a una niña con discapacidad como yo. Otra vez ella fue a buscarme a la escuela y yo estaba aislada en Dirección esperándola en lugar de estar con el resto de mis compañeros en la fila. ¿La excusa? “para que no sea tan complicado”.
Toda mi vida sentí que, cuando mis padres buscaron una escuela para mí, lo hicieron pensando en que yo tuviera las mejores oportunidades de crecer junto a otros niños y niñas en igualdad de condiciones y que me esfuerce, que luche, que intente como los demás. Porque era igual. Mucho más allá de mi diagnóstico y de no poder hacer todo de la misma manera que los demás. Y, aún con muchos obstáculos a los que me enfrenté, gracias a eso pude salir al mundo y defender mis derechos porque aprendí, en la escuela y compartiendo, jugando con otros y con mi ritmo, a valerme por mí misma.
“No tenemos vacante”, “no estamos preparados” son algunas de las excusas que las escuelas regulares ponen ante la incorporación de alumnos con discapacidad. Aún vinculada a la “educación especial”, la inclusión escolar de las personas con discapacidad es uno de los más grandes desafíos que tenemos como sociedad.
Anclado en una conceptualización desde la falla y la falencia, pareciera predominar un modelo, avalado por el Estado históricamente, que invita a la segregación y aislamiento más que a la inclusión y a la convivencia. Incluso desde su nombre el cual desde su concepto de “especial” manifiesta una connotación separatista pues las personas con discapacidad no somos de ningún modo “especiales” ni formamos parte de otro mundo.
Por el contrario, vivimos en el mismo que todas las personas. Así es que la educación es siempre especial en tanto cada alumno o alumna lo es sin importar su condición o circunstancias. Por eso, hablamos de una apuesta histórica que deberíamos revisar y redefinir en un contexto donde hablar de diversidad resulta ser moneda corriente.
Sin duda, el debate vigente tiene que ver con una nueva óptica centrada, por un lado, en el derecho de todas las personas a la educación, incluyendo a las personas con discapacidad quienes la mayoría de las veces no lo ven garantizado especialmente a la hora de buscar vacante en cualquier escuela.
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Sin embargo, esto está garantizado en el artículo 24 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad la cual además obliga a los Estados partes a respetar, proteger y garantizar la educación inclusiva y de calidad para todas las personas sin distinción. Entonces, hablar de educación inclusiva supone ofrecer los ajustes y apoyos necesarios, atender las singularidades y necesidades del alumnado, que no es de ningún modo “especial” sino que solamente requiere de diferentes y particulares formas de abordarlo.
La inclusión en la escuela es, aún hoy, una asignatura pendiente. Los resultados del modelo médico rehabilitador instaurado y los pocos avances que se han dado vinculados al modelo social dejan entrever falencias en la perspectiva desde la cual se percibe a los alumnos y las alumnas que tienen algún tipo de discapacidad.
Una mirada que se centra en la incapacidad y en la falla del alumno en lugar de generar los apoyos necesarios para su inclusión en igualdad de condiciones. Esta concepción que invita a que sea la persona la que se adapte no se centra en la diversidad. Por el contrario, construye barreras, etiquetas, estigmatización y exclusión. En este sentido, son muchos los casos de violencia y bullying derivados, principalmente, de la insistencia en focalizar en la “incapacidad” que surge de un diagnóstico.
Sin embargo, si pretendemos apostar a una sociedad inclusiva y abierta debemos cambiar la mirada. ¿Cómo podemos colaborar desde nuestro lugar para construir una educación en la que todos los niños y las niñas tengan un lugar? Principalmente, entendiendo que la educación es un derecho y como tal debe ser garantizado. Y, por otro lado, modificar el eje para empezar a pensar que el “problema” no es del otro, sino del entorno que debe establecer las condiciones adecuadas para que pueda ser parte. Esto implica el desafío de considerar las necesidades del alumno o alumna, los ritmos, las diferencias, los cambios y adaptaciones que debemos generar según cada caso. Y también erradicar algunas ideas que fueron fuertemente instaladas.
¿Quién se debe adaptar a quién?
“Una persona con discapacidad no podrá adaptarse”: no solamente no es ella la que debe adecuarse a la escuela, sino que es la institución la que debería generar los apoyos necesarios y personalizados de acuerdo a las necesidades de su alumnado. Cabe preguntarnos cómo fomentamos esa adaptación, con qué base y si estamos preparados.
”Será muy difícil que pueda compartir actividades y socializar con otros niños y niñas”: lo cierto es que la dificultad, o no, también va a depender del incentivo y propuestas que adultos generen para que eso sea posible (juegos, actividades compartidas, apoyo). De eso dependerá que niños y niñas sin discapacidad aprendan sobre inclusión y otras formas y que la persona con discapacidad aprenda a socializar y valerse por sí misma.
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”Las personas con discapacidad no aportan a la escuela”: la escuela inclusiva es un modelo de aprendizaje para todos. Los niños y niñas con discapacidad sobre autonomía, independencia y socializar con otros, aquellos sin discapacidad que aprenden a ayudar al prójimo, a empatizar y respetar. Y, por último, aprende la escuela que es invitada a cuestionar todas sus normas, formas y modos de actuar para generar y construir una sociedad más respetuosa de la diversidad que, luego, dará el ejemplo.
Sin duda, el modelo de la educación inclusiva, que plantea como centro a la convivencia y educar en la diversidad como mejor opción para educar, trae beneficios y aprendizajes. No solamente al alumno o alumna y a su familia, sino al ámbito educativo y a la sociedad en general. Para esto, es vital fomentar la capacitación de educadores, el trabajo interdisciplinario y la investigación. Pero sobre todo salir de la zona de confort y considerar a las personas con discapacidad desde la diversidad más allá de sus diagnósticos y debilidades.
Resulta, entonces, fundamental pasar de la incapacidad a centrarnos en las capacidades del alumno o alumna que va a requerir de todo el apoyo pero que, sin embargo, está ahí esperando a que la sociedad las abrace. En este sentido, no hay un único modo de enseñanza o educar, sino que hay tantos como personas. La educación inclusiva es un derecho pero, también, una responsabilidad que todos debemos asumir.
*Por Lic Daniela Aza, influencer en temas de inclusión y discapacidad.