VIRGINIA BEACH – En algunas partes del mundo, la imagen de Estados Unidos está marcada por el resentimiento. A medida que el presidente Donald Trump adopta una versión del siglo XXI del “destino manifiesto” (la creencia decimonónica de que Estados Unidos estaba divinamente destinado a expandirse por toda América del Norte) y busca capital político en la belicosidad, es posible que se avecine una nueva ola de ira global.
La convicción de que la expansión territorial de Estados Unidos formaba parte del plan de Dios sirvió para justificar toda clase de horrores contra los pueblos nativos. “Fuera, fuera con todas esas telarañas de derechos de descubrimiento, exploración, asentamiento, contigüidad”, escribió en 1845 el editor de un periódico, John O’Sullivan, refiriéndose a los acuerdos que sostenían la propiedad indígena de la tierra. Pero el legado del destino manifiesto se extendió más allá de América del Norte. Si la “Providencia” otorgaba a los estadounidenses el derecho a “cubrir y poseer todo el continente”, ¿por qué no el mundo entero?
Cubanos y filipinos conocen demasiado bien las consecuencias de esta lógica. Sus países (y Estados Unidos) forjaron sus identidades modernas a fines del siglo XIX en un conflicto que los cubanos llaman la Guerra Necesaria, los filipinos la Guerra de Independencia, y John Hay, secretario de Estado de los presidentes William McKinley y Theodore Roosevelt, denominó la “Pequeña Guerra Espléndida”.
El mundo de ayer: Europa frente a la guerra
La Guerra Necesaria de Cuba, que comenzó en 1895, fue la última de sus guerras de liberación contra España. En los meses finales del conflicto, Estados Unidos (entonces bajo la presidencia de McKinley) se sumó a la lucha, forzando finalmente a España a renunciar a su soberanía sobre la isla. La breve guerra reforzó la autoimagen estadounidense como una potencia severa pero benevolente, destinada por “el destino” a imponer la paz en todo el mundo.
Pero la guerra hispano-estadounidense también se libró en otro frente, y la “liberación” de Filipinas (que desató hambruna, enfermedad, muerte y desastre ecológico) poco hizo por sostener la imagen elevada de América. Poco después de que España cediera el archipiélago a Estados Unidos en el Tratado de París de 1898, estallaron combates entre las fuerzas filipinas y estadounidenses, y las islas permanecieron como territorio no incorporado de EE. UU. hasta 1946.
Aunque la memoria de esa época apenas se conserva en Estados Unidos, sigue viva en la conciencia de cubanos y filipinos. Su resentimiento persistente se hizo evidente durante un reciente viaje que realizó por ambos países. Como explicó Oscar V. Campomanes, profesor de historia estadounidense y filipina en la Universidad Ateneo de Manila, la brecha entre los ideales y las acciones de América constituye su “pecado original”.
Además, las traiciones de Estados Unidos hacia aquellos que dice querer salvar dejan una amargura persistente (como la de un “amante despechado”) que se transforma en odio. Una joven madre cubana lo expresó con sencillez: “No creo que me guste tu país”.
Pero, como lamenta Campomanes, Estados Unidos “nunca lo entiende”; en cambio, “comete el mismo error una y otra vez”. La “guerra espléndida” se convirtió en modelo de todas las “pequeñas” guerras estadounidenses de los siglos XX y XXI. Fueron guerras de elección, nacidas de la suposición de que serían rápidas y relativamente incruentas. Todas descendieron a la brutalidad, cuando los enemigos superados en armas se transformaron en insurgentes.
La guerra espléndida también despertó un ethos marcial en Estados Unidos. Aunque el país nació de una revolución y sobrevivió a la Guerra Civil de 1861-1865, no fue hasta los conflictos en Cuba y Filipinas que EE. UU. abrazó abiertamente la guerra. “Todas las grandes razas dominantes han sido razas combatientes”, dijo Roosevelt a los estudiantes del Colegio Naval de Guerra en 1897, y “en el momento en que una raza pierde las virtudes del combate, ha perdido su derecho orgulloso de estar a la altura de las mejores.”
En última instancia, observó Roosevelt, “ningún triunfo de la paz es tan grande como los triunfos supremos de la guerra.” El mensaje era claro: en esta nueva América, el patriotismo y la guerra estarían entrelazados. Como observó el crítico Paul Fussell, esto da paso a una lógica casi orwelliana, en la que la guerra se convierte en “mantenimiento de la paz”, y el deber de un ciudadano es aceptar cualquier acto llevado a cabo “en nombre de la libertad.”
Trump encarna este legado, pese a su supuesta oposición a las alianzas extranjeras. En su discurso inaugural de enero, proclamó: “Perseguiremos nuestro destino manifiesto hasta las estrellas”. Hablaba de enviar astronautas estadounidenses a plantar la bandera en Marte, pero su lista de deseos imperiales también incluye muchos territorios en la Tierra: Canadá, Gaza, Groenlandia y el Canal de Panamá. Trump incluso restauró el nombre del Departamento de Defensa previo a 1949: el Departamento de Guerra.
Es cierto que las ambiciones imperiales de Trump y McKinley estaban impulsadas por motivos distintos. Mientras McKinley creía haber sido llamado por Dios para “educar a los filipinos, elevarlos, civilizarlos y cristianizarlos”, Trump es un terrateniente, no un evangelista. Considera los territorios como activos que refuerzan el estatus o el valor neto de Estados Unidos, o ambos. Pero, aunque carezca de fervor religioso, su base evangélica se lo proporciona.
No obstante, el imperialismo estadounidense siempre ha canalizado la misma convicción oscura: aquellos que necesitan la ayuda de Estados Unidos son inferiores. “Dios no ha estado preparando a los pueblos angloparlantes y teutónicos durante mil años para nada más que para una vana y ociosa auto-admiración”, declaró en 1901 el senador Albert J. Beveridge. En cambio, los había hecho los “grandes organizadores del mundo”, responsables de gobernar a los “salvajes y pueblos seniles.”
Además, cualquiera que se niegue a aceptar la guía de Estados Unidos no solo está equivocado, sino que es corrupto. “Quienes cuestionaban la autenticidad del altruismo estadounidense eran, por definición, malhechores y perturbadores”, observó el historiador Archibald Cary Coolidge. “Los estadounidenses estaban tan cautivos de la corrección moral de sus propios motivos que eran incapaces de reconocer la devastación que sus acciones causaban en la vida de los demás.”
Esta misma cruzada moral se ha repetido tantas veces (desde Bahía de Cochinos y Vietnam hasta Irak y Afganistán) que resulta inevitable recordar el adagio de que la locura consiste en hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes. El “nuevo imperialismo” de la presidencia de Trump sugiere que los mitos más queridos de Estados Unidos lo han vuelto tanto ciego como demente.
Joe Jackson es autor de Splendid Liberators: Heroism, Betrayal, Resistance, and the Birth of the American Empire (Farrar, Straus & Giroux, 2025).
Proyect Syndicate