La discusión sobre la injerencia del Estado en la economía es tan antigua como la propia disciplina. Desde la fundación del liberalismo, la "mano invisible" de Adam Smith defendía la mínima intervención, confiando en que el mercado, por sí solo, alcanzaría la eficiencia óptima. Décadas después, John Maynard Keynes reivindicó al Estado como un actor indispensable para estabilizar la demanda y gestionar las crisis, a través del Gasto Público y políticas fiscales expansivas. Hoy, esta dicotomía sigue siendo el núcleo de un debate que a menudo se simplifica: ¿el éxito económico se logra con un Estado grande o con uno pequeño?
Sin embargo, plantear el debate en términos de tamaño es un error conceptual que nos aleja del verdadero problema. La evidencia global no sugiere que un Estado "grande" sea inherentemente perjudicial o beneficioso. El factor determinante no es el volumen de gasto público o la cantidad de regulaciones, sino la calidad y la eficacia de la gestión estatal. El verdadero dilema no es si queremos un Leviatán, sino si ese Leviatán es un motor de desarrollo o un lastre burocrático, económico y social.
El Estado como lastre: La tragedia de la ineficiencia y la opresión.
Existen ejemplos dramáticos de cómo una fuerte presencia estatal, cuando se combina con la ineficiencia, la corrupción y la falta de institucionalidad democrática, lleva a la ruina económica y social.
El caso de Venezuela es triste y paradigmático. A pesar de contar con las mayores reservas de petróleo del mundo, el modelo de fuerte intervención estatal y expropiación ha producido una catástrofe macroeconómica. La hiperinflación ha pulverizado el poder adquisitivo, llegando a la destrucción de su propio sistema monetario, con tasas que han superado el 1.000.000% en años recientes.
Pero más allá de la inflación, el colapso productivo es devastador: el Producto Interno Bruto (PIB) se contrajo más de un 70% desde 2013 hasta 2021 aprox. El control estatal total ha resultado en escasez crónica, una dolarización informal que revela la pérdida de confianza en la moneda nacional y la destrucción de su sistema monetario; y un éxodo masivo de población. La represión política es inherente a este modelo, con un número significativo de presos políticos que evidencian la falta de libertades y el uso del Estado como herramienta de opresión.
Modelos similares se encuentran en países como Corea del Norte y Rusia, donde el Estado ejerce un control dictatorial y una violencia institucional que sofoca la economía y las libertades civiles. En estos regímenes, el Estado no es solo un actor económico ineficiente, sino un opresor que prioriza la represión y el control total sobre el bienestar de sus ciudadanos. El gasto público en estos casos se enfoca en el control y la represión, no en la productividad ni el bienestar.
En Argentina, también hemos tenido ejemplos de cómo la apuesta por un "Estado fuerte y presente" no se traduce automáticamente en prosperidad. Durante los últimos años kirchneristas, la economía sufrió un estancamiento prolongado: a pesar del alto gasto público y la fuerte intervención estatal, el PIB per cápita prácticamente no creció. La inflación se convirtió en un problema crónico y persistente, con tasas anuales que, aunque subestimadas por el relato oficial, se mantuvieron en niveles altos, superando el 30% en los últimos años del período (2014-2015).
Y durante los últimos años del kirchnerismo de Alberto Fernández la inflación llegó a niveles de entre el 150%-200% anual, dependiendo de que fuentes se consulten. La manipulación de datos oficiales, la proliferación de cepos cambiarios y múltiples tipos de cambio generaron distorsiones macroeconómicas severas y una creciente desconfianza. A la par, numerosos casos de corrupción drenaron recursos públicos, demostrando que un Estado con mayor peso en la economía es más vulnerable a la ineficiencia (al menos en Argentina parece ser así) si no existen contrapesos institucionales sólidos. O si ese Estado presente es ejercido por gente honesta y decente.
El modelo nórdico: Estados grandes, democracias saludables
En contraste, tenemos el caso de los países nórdicos: Noruega, Suecia, Dinamarca y Finlandia. Estos países se caracterizan por tener un Estado con un peso significativo en la economía, reflejado en un alto gasto público en relación al PIB. Este indicador macro es uno que nos puede demostrar la injerencia del Estado en la economía. Sin embargo, sus resultados macroeconómicos son envidiables y sus sociedades son de las más prósperas y justas del planeta.
Estos países suelen liderar índices globales como el de Felicidad, Libertad Económica, y Desarrollo Humano. Noruega, en particular, gestiona sus vastas reservas petroleras a través de un fondo soberano de riqueza que asegura la estabilidad económica a largo plazo. Sus economías son altamente competitivas y sus ciudadanos gozan de una excelente calidad de vida.
¡Por qué funciona este modelo? La clave no está en el tamaño del Estado, sino en cómo opera. Los países nórdicos tienen instituciones sólidas, bajos índices de corrupción (están consistentemente entre los menos corruptos del mundo, según Transparencia Internacional) y democracias robustas. Su gasto público se destina a servicios de alta calidad: educación, salud, infraestructura y seguridad social.
Estos Estados son "grandes", pero son eficientes, transparentes y predecibles. Fomentan la competencia en el mercado, garantizan la propiedad privada y tienen sistemas fiscales progresivos pero bien administrados, lo que genera confianza tanto en la ciudadanía como en los inversores.
Para Argentina: ¿Cómo actúa el Estado?
La lección es clara. La discusión sobre el rol del Estado no debe centrarse en si es grande o pequeño, sino en su calidad institucional. Un Estado grande, si es corrupto y burocrático, es una barrera para el crecimiento, la estabilidad y el desarrollo. Un Estado grande, si es eficiente y está al servicio de la sociedad y la productividad, puede ser un motor de crecimiento y equidad.
La verdadera pregunta para la economía argentina, y para cualquier economía en desarrollo, es: ¿Cómo hacemos para que nuestro gasto público genere valor? ¿Cómo construimos una institucionalidad que nos permita tener un Estado fuerte en su capacidad de gestión, pero no uno opresor ni un vehículo para la corrupción?
La respuesta no está en la reducción ciega del tamaño estatal, sino en la reforma profunda de cómo el Estado interactúa con la economía y la sociedad. Y creo también que la respuesta está y estará en la calidad institucional, que no es más que la calidad y honestidad de los políticos que deben llevar adelante sus funciones dentro del Estado.