A fines del siglo XIX, cuando las ciudades argentinas crecían y la pobreza urbana se volvía visible, el Estado creyó encontrar en el poder punitivo una respuesta simple a problemas complejos. Se construyeron cárceles, se tipificaron nuevos delitos, se clasificó a las personas según su peligrosidad. Cada época tuvo su palabra mágica: “orden”, “seguridad”, “tolerancia cero”, “el que las hace las paga”. Hoy, más de cien años después, la historia vuelve a repetirse.
El Gobierno presentó el nuevo proyecto de Código Penal con la promesa de “modernizar la justicia” y “responder a la demanda social de seguridad”. El texto multiplica agravantes, endurece penas y amplía los supuestos de prisión preventiva. Pero, más que una política criminal, parece una política de fe: la fe en que el poder punitivo —ese dios moderno que promete orden y salvación— podrá resolver con la cárcel lo que el Estado no resuelve con derechos.
Cada reforma penal argentina ha llegado acompañada de un clima de urgencia y miedo. Desde la Ley de Residencia de 1902 hasta las reformas de seguridad de los últimos años, los códigos y las leyes penales se escribieron para calmar la ansiedad social más que para garantizar justicia. El castigo, en esos momentos, se vuelve una forma de gobernar el miedo.
Es una ilusión persistente: creer que el endurecimiento de las penas puede devolvernos la tranquilidad. Como si el delito fuera una enfermedad moral que se cura con castigo. Como si el poder punitivo pudiera reparar lo que la desigualdad y la exclusión producen cada día.
El discurso oficial sostiene que una sociedad es más segura cuando las penas son más duras. La evidencia comparada sugiere otra cosa: las sociedades más igualitarias tienden a tener menos delitos, mientras que los países que apuestan a la severidad extrema conviven con altas tasas de encarcelamiento y no resuelven sus niveles de violencia.
En ese marco, la estadística local es elocuente: al 31 de diciembre de 2024 había120.700 personas privadas de libertad en unidades penitenciarias argentinas (tasa 256 por cada 100.000 habitantes). El país está muy por debajo de Estados Unidos (541) y muy por encima de Japón (33).
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Tampoco se sostiene la idea, tan repetida, de que las prisiones están “llenas de homicidas peligrosos”. Según el Informe SNEEP 2024, solo el 11,6 % de las personas privadas de libertad está detenida por homicidios dolosos como delito principal. En cambio, más de un terciode la población carcelaria (el 34,6 %) cumple prisión por robos o tentativas de robo, y otro 13 % por infracciones a la Ley 23.737 de estupefacientes. Los números son elocuentes: las cárceles argentinas están pobladas, sobre todo, por pobres acusados de delitos contra la propiedad o por pequeñas causas de narcotráfico, no por asesinos seriales.
A eso se suma un dato inquietante: en 2024, solo el 60,4% de las personas detenidas tenía condena firme; es decir, casi cuatro de cada diez estaban presas sin condena. El sistema penal argentino se parece más a una máquina de castigo preventivo que a un instrumento de justicia: castiga antes de juzgar, encierra antes de probar y multiplica su poder sobre los sectores más vulnerables.
Esa selectividad no es nueva: a lo largo de la historia argentina, el poder punitivo siempre encontró un rostro sobre el cual descargar su fuerza. Donde antes se hablaba de “agitadores peligrosos” o “vagos y malentretenidos”, hoy se habla de “motochorros” o “delincuentes habituales”. Las palabras cambian, pero el mecanismo es el mismo: construir un enemigo interno que legitime el castigo y mantenga intacto el orden social.
En ese contexto, “garantista” se volvió casi un insulto. Se usa para desacreditar a quienes exigen límites constitucionales al poder punitivo, como si pedir garantías fuera sinónimo de debilidad o complicidad. Pero es exactamente lo contrario: el garantismo es la condición mínima del Estado de Derecho. Las garantías no protegen a los delincuentes, sino a todos los ciudadanos frente a los abusos del poder. Son la trinchera más elemental de la libertad y de la justicia.
El verdadero problema no es la inseguridad, sino la sacralización del poder punitivo. Hemos hecho del castigo un falso dios que promete redención: si endurecemos el Código y llenamos las cárceles, el mal desaparecerá. Ese dios nunca cumple. Su culto exige sacrificios —los mismos de siempre— y ofrece a cambio solo la ilusión de control.
Las leyes penales, por sí solas, no pueden resolver el narcotráfico, ni las redes de trata, ni las economías de la exclusión. Le pedimos al castigo una eficacia que no tiene. Mientras tanto, el trabajo imprescindible —construir igualdad, prevenir el delito, reparar a las víctimas y reintegrar a los infractores— queda postergado.
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Quizás por eso convenga desconfiar de los gobiernos que presentan sus códigos penales con bombos y platillos. El derecho penal no está hecho para celebrar, sino para contener. Su función no es castigar más, sino limitar el sufrimiento injusto y evitar el abuso del poder.
La historia lo demuestra: cada vez que una sociedad intentó salvarse por la vía del endurecimiento penal, terminó perdiendo derechos. Las leyes escritas en nombre del miedo son siempre las más difíciles de derogar cuando pasa el pánico. En la Argentina, las grandes reformas punitivas suelen llegar después de cada crisis: son respuestas rápidas que se vuelven permanentes. Y, una vez escritas, nadie quiere desarmarlas.
El proyecto de nuevo Código Penal no es una simple reforma de leyes, sino un reflejo de nuestras creencias más profundas. Si seguimos confiando en el castigo como salvación, el miedo se volverá programa y la cárcel, horizonte. La justicia no nace del encierro, sino de la igualdad que todavía nos debemos.