Hay un refrán, muy conocido, que dice: “El que se quema con leche ve una vaca y llora”. Esta frase, cargada de sabiduría cotidiana, nos muestra cómo experiencias negativas del pasado pueden marcar profundamente nuestra forma de percibir y reaccionar ante situaciones presentes o futuras. Detrás de este refrán se encuentra un concepto psicológico clave: la indefensión aprendida.
La indefensión aprendida es un estado en el que, tras vivir experiencias traumáticas o repetidamente desfavorables, una persona llega a creer que no tiene control sobre su vida ni sobre los resultados de sus acciones. Este fenómeno fue identificado por el psicólogo Martin Seligman en la década de 1960, a través de experimentos en los que demostró que, ante situaciones de constante frustración o dolor, incluso cuando existía la posibilidad de escapar o cambiar la situación, las personas simplemente ni lo intentaban.
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En nuestra vida diaria, la indefensión aprendida se manifiesta en frases como: “No importa lo que haga, siempre me va a ir mal” o “No puedo cambiar, yo soy así”. Es como si el temor a quemarnos de nuevo nos hiciera evitar toda situación que nos recuerde, aunque sea remotamente, a aquella que nos causó dolor. Pero, ¿es posible superar esta creencia y recuperar la confianza en nosotros mismos?
Cuando una experiencia traumática o una serie de fracasos se instala en nuestra memoria emocional, el cerebro genera asociaciones que nos predisponen al miedo y la evitación. Esto puede extenderse a áreas como el trabajo, las relaciones de pareja o incluso la salud. Por ejemplo, alguien que haya sufrido rechazos en lo sentimental puede querer evitar nuevas relaciones, convencido de que todas van a terminar en desilusión.
El problema de este estado es que no solo limita nuestras acciones, sino que también le da forma a un círculo vicioso de falta de acción y frustración. La persona deja de intentarlo porque cree que no puede, y al no intentarlo, refuerza esa misma creencia, porque literalmente no está pudiendo.
Revertir la indefensión aprendida
Aunque la indefensión aprendida puede parecer un destino ineludible, no lo es. Así como se aprende, también puede desaprenderse. Estos son algunos pasos clave para trabajar en esto:
Tomar conciencia del patrón. El primer paso es reconocer cómo las experiencias pasadas están condicionando nuestras acciones presentes. Preguntarnos: “¿Estoy evitando esta situación por miedo o por un riesgo real?”, puede ayudarnos a identificar nuestras creencias limitantes.
Cuestionar las creencias. Una vez identificadas las ideas que nos frenan, es importante desafiarlas. Por ejemplo, si creemos que “nada de lo que hago tiene impacto”, podemos buscar ejemplos concretos de pequeños logros que contradigan esta idea.
Exponerse gradualmente a lo que tememos.La superación de la indefensión no implica lanzarse al precipicio, sino dar pasos chiquitos y manejables que nos permitan recuperar la confianza en nuestras habilidades.
Buscar apoyo.Hablar con un terapeuta, un amigo de confianza o un mentor puede ayudarnos a poner en perspectiva nuestras emociones y obtener herramientas para avanzar.
Reconocer los avances: Celebrar cada pequeño logro es fundamental para reconstruir una mentalidad positiva. Incluso si el progreso es lento, cada paso cuenta. No vas a ser Superman o la Mujer Maravilla de una día al otro, pero si vas a ver pequeños cambios que sumándose en el tiempo van a hacer un cambio enorme.
El poder de desaprender
Este refrán muestra una reacción que es natural: el miedo a repetir un dolor. Pero, cuando permitimos que ese miedo nos paralice, nos quedamos sin nuevas oportunidades y aprendizajes. El cambio, aunque parezca desafiante, es posible. Reconocer que la indefensión es un estado aprendido y no una verdad absoluta nos da el poder de desaprenderla y escribir una nueva historia.
Quizá la próxima vez que veamos una vaca, podamos recordar que no todas van a traer el peligro de la leche caliente. Tal vez, al contrario, traigan la posibilidad de algo tan simple y renovador como un vaso de leche fría en un día de calor. El pasado puede doler, pero no tiene por qué definirnos.