Los riesgos climáticos y ambientales encabezan los reportes internacionales de amenazas a largo plazo, incluyendo pérdida de biodiversidad y eventos meteorológicos extremos. En este contexto, los mercados, los gobiernos y las organizaciones comienzan a reconocer que los factores ambientales no son externos a la economía, sino parte integral de su estabilidad futura.
Se trata de un fenómeno reciente. No hay que hacer mucha memoria para recordar los tiempos en que las empresas apostaban por desarrollar estrategias de sostenibilidad por tendencia o para cuidar su reputación, pero internamente se veía el tema como un costo inevitable.
En muy poco tiempo, esta realidad sufrió un cambio diametral: los criterios ESG (siglas en inglés para aspectos ambientales, sociales y de gobernanza corporativa) se consolidaron como un nuevo modelo de gestión y de inversión que redefine el modo en que las empresas crean valor, se financian y rinden cuentas ante la sociedad.
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Un tema que había sido periférico se instaló en el corazón de la agenda económica global. Las finanzas climáticas son hoy uno de los ejes más dinámicos de esta nueva economía.
Por un lado, la consultora de mercado IDC proyecta que el gasto en servicios ESG empresariales alcanzará casi los US$65.000 millones en 2027. Pero no se trata de inyectar dinero, sino de obtener valor. Otra consultora, BCG, identificó en un informe reciente que el 82% de las empresas afirma haber obtenido beneficios económicos de la descarbonización y que el 6% reporta un valor que supera el 10% de sus ingresos anuales.
¿Las razones? Clientes que se inclinan más a adquirir productos sostenibles o a vincularse con empresas responsables y ahorros operativos gracias a las mejoras de eficiencia y la optimización de recursos, entre otras.
Financiamiento sostenible
El financiamiento sostenible se apoya principalmente en instrumentos basados en deuda, como los bonos verdes, climáticos o de carbono bajo, que concentran la mayoría de las emisiones. En paralelo, crece la participación del sector privado para complementar los esfuerzos públicos. Pero lo más relevante no es solo la cantidad de fondos disponibles, sino su orientación: el capital existe: el siguiente paso debe ser redirigirlo con propósito hacia proyectos con impacto climático real.
Esto requiere, a su vez, una acción más profunda: un cambio de mentalidad en quienes toman decisiones de inversión. Las organizaciones internacionales coinciden en que la sostenibilidad no puede gestionarse si no se mide. De allí surge el impulso global por estandarizar los sistemas de información y reporte.
Según la estimación de Ocean Tomo, en 1975, el 83 % del valor empresarial era tangible: propiedad, plantas, equipos. Hoy, la amplia mayoría es intangible: reputación, gestión ambiental, cultura, innovación, marcas, patentes… Todos elementos que no figuran en los balances tradicionales. Hasta ahora: el mercado empieza a exigir que esa parte invisible se mida, se audite y se comunique con rigor.
A nivel normativo, la evolución es acelerada. IFRS (International Financial Reporting Standards) incorporó la sostenibilidad en el estándar ISSB, que promueve reportes integrados entre lo financiero y lo no financiero. Europa, por su parte, avanza con normas propias que establecen estándares temáticos para ESG, buscando un equilibrio entre transparencia y competitividad.
También se consolidan marcos voluntarios como los estándares GRI, las certificaciones ISO y los modelos de empresa B, que ofrecen metodologías para reportar con precisión y comparabilidad.
El objetivo común es construir un lenguaje financiero global para la sostenibilidad: que los datos sean uniformes, verificables y accesibles tanto para los inversores como para el público. Solo así será posible canalizar el capital hacia donde más se necesita y fortalecer la confianza de los stakeholders.
El momento es ahora: las inversiones ESG determinan si ese futuro será financieramente viable y ambientalmente posible.