La política argentina parece salida de la trama de un cuento de ciencia ficción. No sé si soy yo, cansado de los vetustos marcos teóricos clásicos, quien la interpreta en esa clave, o si es la propia realidad —superior a cualquier relato— la que se impone en su crudeza fantástica, misteriosa e irracional.
El célebre cuento de Borges, Las ruinas circulares, ofrece una metáfora inquietante. Allí, un mago demiurgo, venido de ninguna parte, se empeña en soñar a otro hombre en su totalidad: hueso por hueso, órgano por órgano, pelo por pelo, hasta darle una existencia que trascienda el sueño. Tras años de labor obsesiva, el mago lo logra y descubre con espanto que también él es, apenas, el sueño de otro.
Javier Milei encarna ese rol del gran soñador. Su criatura no es un hombre nuevo sino la “Argentina libertaria”, un país regido exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda, donde el mercado es el más eficiente organizador de la vida social, y el individuo, dando rienda suelta a su afán de lucro natural, contribuye a la riqueza de la nación en su conjunto.
Pero como en Borges, el soñador ignora que él mismo es soñado. Lo sueñan los fondos de inversión, los organismos de crédito internacional, las corporaciones globales y sus socios locales que proyectan en él la ilusión de una nueva identidad política: la de un país dispuesto a aceptar el ajuste como parte de un renovado argot popular. Milei no es un demiurgo autónomo, sino una pieza dentro de una cadena de sueños más poderosos que lo exceden.
El problema es que ese sueño tropieza con límites muy concretos. Su programa descansa en un endeudamiento insostenible y en la postergación de una devaluación inevitable. La ilusión de un dólar contenido y de una inflación que cede gracias a la recesión no es más que un espejismo onírico.
Argentina ya conoce esta secuencia: deuda creciente, salto del tipo de cambio, caída de salarios, pobreza en ascenso, fábricas y comercios cerrados, represión y regresión social. Ruinas, no simbólicas, sino bien materiales y concretas.
De quién hablaba Borges realmente cuando escribió “No nos une el amor sino el espanto"
Esa repetición circular revela la paradoja argentina: lo que se anuncia como novedad es, en realidad, el regreso de viejas dependencias. Lo que se proclama como liberación no es más que subordinación a fuerzas externas.
La cuestión decisiva, entonces, no es el sueño del mago ni el de quienes lo sueñan a él, sino la vida de quienes habitan entre esas ruinas. Los trabajadores que ven licuarse su salario, los jubilados que eligen entre remedios y comida, los jóvenes excluidos de toda expectativa de futuro. Allí está la sustancia de la historia, y no en las ensoñaciones de poder.
La pregunta es si la sociedad argentina seguirá siendo un personaje pasivo en un sueño ajeno, o si podrá romper el círculo y soñar en nombre propio. Porque mientras los demiurgos se debaten en sus ficciones, el fuego de la economía real no distingue ilusiones: devora vidas concretas.
Al final de Las ruinas circulares, Borges escribe: “Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro lo estaba soñando.” Esa revelación, en la literatura, no destruye al soñador. En la política real, en cambio, la revelación llega demasiado tarde: cuando el hambre, la injusticia y la exclusión se han transformado en chispa.
Quizás la salida consista en dejar de delegar nuestros sueños. En asumir que no habrá mago que nos salve, ni fe que nos rescate. Solo un sueño colectivo y lúcido, despierto y propio, podrá transformar las ruinas en cimiento de futuro para todos los que se animen a pensar –soñar acaso- con un país y mundo mejor.