OPINIóN
23 años sin Cabezas

Cabezas: así se vivió la tragedia en Perfil

El shock interno en la redacción. El miedo y las sospechas. El rol de cada periodista. El recuerdo del ex director de Noticias y actual presidente de la editorial.

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Tapa de revista noticias | Revista Noticias

En la madrugada del sábado 25 de enero de 1997, José Luis Cabezas salía de una fiesta en Pinamar organizada por el empresario postal Oscar Andreani. Un rato antes se había retirado su compañero de trabajo Gabriel Michi. A las 5 de la mañana, un grupo de desconocidos lo esperó frente al departamento en el que vivía sobre la avenida Bunge. Antes de que pudiera ingresar, lo rodearon, lo golpearon, lo metieron en su auto Ford Fiesta blanco y lo llevaron hasta las afueras de Pinamar. Estacionaron en un camino que conduce a la laguna La Salada Grande, frente a una cava de dos metros de profundidad. Allí lo esposaron, le dispararon dos balazos e incendiaron el vehículo con su cuerpo adentro.

Las agujas del reloj Tag Heuer de José Luis marcaban poco más de las 5:30 cuando se detuvieron para siempre. El entonces editor general de la revista, Pablo Sirvén, había llegado ese fin de semana a Pinamar. Esa vez no iba a cubrir la temporada de verano, como lo había hecho otros años junto a Cabezas, sino a juntarse con su familia que ya estaba veraneando allí.

Estaba contento, después de una semana de intenso trabajo. Para celebrarse a sí mismo, se llevó una reposera a la carpa de la playa y se recostó solo, con los ojos entrecerrados. Jura que en el preciso momento en que se estaba diciendo «¡qué bien que la estoy pasando!», lo vio llegar a Gabriel Michi completamente desfigurado por el dolor.

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Desde Mar del Plata, arribó inmediatamente Carlos Russo, el editor de Información General, que estaba en aquella ciudad celebrando el cumpleaños de su hija. Convocó de urgencia a dos de los miembros de su sección, Carlos Dutil y Carla Castelo. A ellos se sumó el periodista Leo Álvarez, quien comenzó a trabajar desinteresadamente a pesar de que ya había dejado la revista.

Fue Russo y ese equipo los que se encargarían de escribir la nota de tapa de esa semana. Su trabajo estuvo signado por amenazas varias y el hallazgo de una caja de esposas policiales en la cochera del departamento donde se alojaban.

En Buenos Aires, la primera en enterarse había sido Teresa Pacitti, la ex directora de Noticias que por entonces conducía Caras. Sus enviados a cubrir la temporada en Pinamar le dieron las primeras informaciones, las mismas que le transmitiría a Jorge Fontevecchia. Un segundo más tarde, Jorge lo llamó a Héctor D’Amico: «Me dicen que apareció un auto incendiado en las afueras de Pinamar que podría ser el del equipo de Noticias. Gabriel Michi está bien, pero no sabemos nada de Cabezas». Poco después, Fontevecchia se enteraría de que adentro del auto había un cuerpo calcinado y que ese cuerpo era el de José Luis.

Volvió a hablar con el director de la revista: «Héctor, te pido que vos te hagas cargo de avisarle a la redacción. Quiero ser yo el que vaya a hablar personalmente con sus padres». Luego levantó el teléfono y marcó el número del editor de Fotografía, Carlos Lunghi. Le contó lo que pasó y le dijo: «Por favor, Carlitos, andate ya para Pinamar». Así, mientras Fontevecchia salía para Avellaneda a encontrarse con Norma y José Cabezas, Lunghi se subía a su auto para ir a Pinamar. Con él viajaron D’Amico y la abogada Norma Pepe.

Allí se encontrarían con Sirvén y Michi. Fueron hasta las oficinas que ocupaba Noticias, como si allí pudieran hallar alguna respuesta. Fueron hasta la cava para convencerse de lo que no podían creer. Fueron hasta la comisaría para hablar, sin saberlo, con los policías que habían liberado la zona donde secuestraron a su compañero. Y fueron hasta la casa en la que él vivía para encontrarse con Cristina Robledo, la esposa de José Luis, para abrazarse y llorar.

Cuando se hizo de noche, Lunghi, D’Amico y la doctora Pepe tomaron la ruta que salía de Pinamar rumbo a la comisaría de General Madariaga. Iban a retirar el cuerpo de Cabezas. La noche era cerrada y en el auto nadie hablaba. Hasta que Carlos Lunghi, que manejaba, rompió el silencio: «Un auto nos sigue desde hace rato». Aceleraron y el auto que venía detrás aceleró con ellos.

No se veía una luz por ningún lado y todavía faltaban varios kilómetros para llegar a destino. «Sí, nos siguen —confirmó D’Amico—. Acelerá más, Carlos, dale». No había otro calificativo, más que miedo, para describir lo que sentían. ¿Le habría pasado lo mismo a José Luis —pensaron—, lo habrían interceptado en la ruta antes de llevarlo a la cava y matarlo? ¿Serían los mismos que los estaban siguiendo a ellos en ese momento? Cualquier hipótesis era válida, porque todavía no se sabía nada. Carlos apretó el acelerador y la aguja del velocímetro estuvo a punto de marcar los 150 kilómetros por hora.

De a poco fueron perdiendo a sus seguidores. Entraron a la comisaría de Madariaga temblando. Entonces, lo primero que hicieron no fue apurar el trámite del cadáver, sino denunciar lo que les había pasado. Fue el comisario el que llegó para tranquilizarlos: «No se preocupen, era un auto nuestro, estamos vigilando a los que pasan por el lugar». Se fueron tranquilizando de a poco después de comprender que podían haber muerto en un accidente intentando escapar de sus propios miedos.

Regresaron a Pinamar justo cuando el cielo de la ciudad se iluminaba con los fuegos artificiales del desfile de moda del peluquero Roberto Giordano. Con la impudicia del «aquí no ha pasado nada», algunos pretendían que la vida siguiera igual. Pero eso, definitivamente, no iba a ser posible.

A diferencia de otros crímenes brutales, el de José Luis alcanzó rápido la dimensión de una verdadera tragedia nacional. Llegó a ocupar un espacio en los medios argentinos superior al de la muerte de Juan Perón, la llegada del hombre a la Luna y los mundiales de fútbol. Para la redacción de la revista fue reconfortante que tanto la sociedad como el resto de los colegas entendieron enseguida que no se trataba de un asesinato más. Se comprendió que lo que había sido golpeado era el derecho a saber lo que el poder quería ocultar.

Si ese crimen terminaba impune, no sólo la redacción de Noticias iba a verse en más problemas, sino que la sociedad iba a encontrar un nuevo límite a su derecho a ser informada y a opinar. Mientras que Jorge Rodríguez, jefe de Gabinete del presidente Menem, recibía a Alfredo Yabrán en la Casa de Gobierno (en una clara señal de apoyo oficial hacia el empresario), las marchas en repudio llegaban hasta las puertas de la redacción y se repetían en todo el país.

La foto de la cara de José Luis y la leyenda «No se olviden de Cabezas» fue publicada en diarios de todo el mundo y se imprimía en grandes y pequeños volantes que se repartían hasta en las localidades más alejadas.

Uno de esos volantes es el que sostenía Yabrán cuando miró a los fotógrafos en el despacho del jefe de ministros en la Casa Rosada, en una imagen que reproducirían todos los medios. Los intendentes y las asociaciones vecinales llamaban para pedir autorización para que alguna calle o plaza recibiera el nombre de José Luis Cabezas. Se levantaban monumentos en su homenaje y se organizaban movilizaciones multitudinarias con niños de las escuelas y sus padres para buscar el arma asesina. Quienes creían saber algo sobre el crimen se acercaban a la redacción para aportar datos o llamaban al 0800 que la revista había habilitado para ese fin. Algunos eran enviados para desviar la investigación, otros no sumaban nada valioso. Pero hubo importantes aportes que provinieron de esa colaboración espontánea.

La primera conferencia de prensa que el presidente Carlos Menem se dispuso a dar después del crimen, comenzó como si nada hubiera sucedido. Hasta que la periodista Nancy Pazos pidió un minuto de silencio que todos los funcionarios debieron respetar. Algo movilizaba a esa sociedad, que de pronto levantó como nunca sus defensas y decidió ponerle límites a la impunidad.

Video | La Justicia sí se olvidó de Cabezas: todos sus asesinos están libres

Desde Noticias siempre se trató de mostrar entereza, intentando que la tragedia no nos inmovilizara por el temor ni nos nublara la razón, de odio. Pero lo cierto es que tanto el miedo como la bronca estuvieron presentes en esos que fueron los peores días de la historia de la revista. Surgían asambleas espontáneas en plena redacción para repetir aquella pregunta sobre quién podía tener tanto odio para cometer tanta locura. Se debatían los pasos a seguir y qué hacer frente a la impunidad que transmitía el apoyo del Gobierno hacia el principal sospechoso del crimen.

Al recibimiento oficial en la Casa Rosada le siguieron el respaldo del propio Presidente y de sus ministros. ¿Cómo continuar investigando si el posible asesino recibía la colaboración de un poder que antes le había permitido enriquecerse?

Jorge Fontevecchia le encomendó a Héctor D’Amico que organizara un encuentro con toda la redacción. Fue un almuerzo en un hotel céntrico. Las mesas se dispusieron en forma de «O» para que todos pudiéramos vernos las caras. No hubo llantos, pero sí mucha tristeza y temor. Fontevecchia escuchaba.

Algunos pidieron más protección a partir de ese día, ir a las notas acompañados por un custodio, celulares para todos e inclusive blindar las ventanas para evitar ser espiados o atacados. Nada parecía demasiado delirante en ese contexto.

Sólo sabíamos que si una organización mafiosa quería volver a atentar contra uno de nosotros, y si esa organización recibía algún amparo desde el poder político, cualquier previsión podía resultar escasa. Salvo que nos dedicáramos a hacer otro tipo de periodismo y dejáramos de investigar a gente peligrosa. Teníamos la terrible sensación de que, si dependiera del Gobierno nacional, el crimen de nuestro compañero jamás iba a ser resuelto.

Evitar la impunidad, pensamos en ese momento, iba a depender de la familia de José Luis, de nuestros abogados y de nosotros mismos. Y si era así, necesitábamos recomponernos rápido, ese mismo día. No podíamos darnos el lujo del abatimiento cuando la sociedad y los medios se colocaban de nuestro lado para pedir justicia. No, no hubo blindaje de ventanas ni custodios que nos protegieran en todas partes. Lo que sí hubo fue la determinación de seguir adelante, profundizando cada una de las hipótesis del crimen.

Demostrarles a todos, pero en especial a los asesinos, que matar a José Luis no les serviría de nada. Y que iban a pagar por eso. No se trató de un acto de heroísmo. Fue sólo que no teníamos otra salida. Éramos como los soldados que se defienden a tiros en su trinchera.

Podíamos parecer valientes, pero es que en momentos así no existe una alternativa mejor. Tuvimos que seguir haciendo el mismo periodismo de siempre para impedir que el día de mañana nos volvieran a matar. En lo personal, además, me rebelaba que unos delincuentes lograran callarnos, eso que nunca habíamos querido hacer desde que empezamos en el periodismo durante la dictadura.

Sentía el mismo miedo de los 19 años cuando nos reuníamos con Jorge Fernández Díaz, Edi Zunino y Darío Gallo para hacer Retruco y nos íbamos del desaparecido bar Sacromonte, enfrente del Instituto Grafotécnico, dejando anotados nuestros números de teléfonos por si nos pasaba algo. Dieciséis años después, en ese 1997, el destino nos había vuelto a unir en Noticias. Allí nos dijimos que una cosa era la peor dictadura de la historia y otra, una banda de mafiosos con algún vínculo con el poder político. Si sobrevivimos a aquélla —nos quisimos convencer—, lo podríamos volver a hacer. Teníamos algo esencial a favor. El creador de Noticias estaba convencido de que no había que moverse un milímetro del espíritu crítico de la revista. Fontevecchia tenía 24 años cuando fue secuestrado por la dictadura y había sobrellevado otros ataques a lo largo de su carrera. Contábamos con él para lo que se venía. Y algo más: quienes formábamos parte de aquella redacción estuvimos comandados por un hombre valiente que no sólo contenía sino que ponía el cuerpo.

Héctor D’Amico fue el piloto perfecto para enfrentar esa terrible tormenta perfecta. Con él fue más fácil sobrevivir. Héctor encabezaba las reuniones más importantes con las autoridades policiales, políticas y judiciales. Era su cara la que más se exponía en los medios y era él quien recibía a las fuentes que prometían informaciones relevantes. Recuerdo una noche en su oficina, reunidos con algunos editores y redactores. Una llamada anónima nos citó a un encuentro pocas horas después en un barrio marginal del conurbano bonaerense con la promesa de aportar un dato valioso para la investigación. Debíamos ir nosotros y no mandar a la policía. La voz había quedado en volver a comunicarse en media hora para escuchar nuestra respuesta y los nombres de dos periodistas que irían a la cita.

¿Qué hacer? ¿Sería una trampa o podía ser importante concurrir? Debatíamos eso, corridos por los minutos que pasaban antes de la nueva llamada, hasta que Héctor cortó por lo sano: «No se discute más, cuando vuelva a llamar díganle que voy yo solo». Nos quedamos callados cinco segundos. Maldije en silencio su coraje, que me obligó a decirle que yo lo acompañaba.

Por desgracia, o por suerte, el segundo llamado anónimo nunca sucedió. Pero era un ejemplo de lo que ese hombre estaba dispuesto a hacer. El miedo y la angustia fueron nuestros mayores compañeros de entonces. Siempre mirando hacia atrás al caminar, yendo acompañados a notas que parecían peligrosas, no dando demasiados datos sobre la ubicación de cada uno al hablar por teléfono.

Como modelo de defensa, algunos asumimos la pretensión de temer sólo una vez por día. Pero no siempre lo lográbamos. Porque sentíamos que la muerte nos rondaba. En agosto del ’97 recibimos otro golpe. Carlos Dutil, que había dejado la redacción poco tiempo antes, acababa de morir. Había sido autor de la recordada nota «Maldita Policía» que puso en la mira al comisario Pedro Klodczyk.

Nos quedamos paralizados cuando lo supimos, entre el dolor por su pérdida y el temor de que se tratara de un nuevo crimen. Tres días antes, había llamado por teléfono desde la selva guatemalteca, en donde estaba realizando una cobertura para la revista Planeta Urbano. Habló con Carlos Russo, por entonces subeditor de la sección Información General. Le dijo: «Me llamó el socio de Klodczyk para advertirme que el tipo nos quiere matar a vos y a mí. Me dijo que nos cuidemos, que la cosa va en serio». A Dutil lo culpaba por la investigación sobre la Maldita Policía; a Russo, por una nota más reciente sobre su notable enriquecimiento personal.

¿Qué habían tenido que ver esas amenazas con la repentina muerte de Dutil? Nada. Falleció de un paro cardíaco mientras jugaba un partido de fútbol en Guatemala. Pero nuestra sensibilidad nos hacía dudar de todo. De cualquier modo, Russo y los abogados de la revista efectuaron la denuncia por las amenazas que Dutil había recibido. Durante un tiempo, el editor debió aceptar una custodia policial que, más que tranquilizarlo, lo inquietaba.

Estábamos convencidos de que el destino nos había puesto a prueba. Y dudábamos de que pudiéramos salir airosos de allí. Al principio, una psicóloga, amiga de una de las periodistas, accedió a atender a quienes lo necesitaran. La mejor terapia, sin embargo, era investigar aquel crimen.

También se aceptó que agentes de la Policía Federal custodiaran el edificio y otros de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) permanecieran en las puertas de la redacción, de día y noche. Hasta que un día uno de los cadetes de la redacción informó que un agente de la SIDE le había ofrecido dinero a cambio de revelar el contenido de cada edición antes de que saliera a la calle.

D’Amico llamó de inmediato a Hugo Anzorreguy, jefe del organismo de Inteligencia. Le agradeció la protección, pero le pidió que a partir de ese día sus agentes no concurrieran más a la revista. No quiso decirle la verdad para no exponer al cadete.

D’Amico: Estamos agradecidos, pero no queremos seguir gastando más recursos del Estado. Anzorreguy: No creo que sea lo más conveniente. Nosotros estamos muy conformes con la seguridad que les brindamos…

D’Amico: Sí, me imagino, y nosotros también. Agradézcale a sus agentes y esperemos no tener que volver a necesitarlos.

 

Desde el punto de vista periodístico, la revista se encargó de reflejar la conmoción social, el devenir de la investigación judicial y avanzar con las informaciones y las hipótesis propias.

Si bien toda la redacción trabajaba para seguir el tema, se había formado un equipo especial encabezado por Edi Zunino e integrado por periodistas y fotógrafos de las distintas áreas. Con fecha 31 de enero de 1997 se publicó la primera tapa después del crimen. Fue negra y sin texto. Ese día no encontramos las palabras para expresar lo que había sucedido y lo que sentíamos.

Desde esa edición y hasta que se condenó a los asesinos, el logo de la revista incluyó una leyenda que rezaba «Cabezas: 1 semana de impunidad». El conteo avanzaba a medida que pasaba el tiempo. La última revista que llevó esa leyenda en el logo fue la del 29 de enero de 2000. Decía: «Cabezas: 36 semanas de impunidad». Habían pasado tres años exactos desde el crimen.

A la semana siguiente, por única vez, la leyenda del logo fue «Cabezas: edición histórica», e incluía la sentencia con la condena a los asesinos. Como la primera tapa de aquella serie, tampoco llevó título. Sólo el rostro de José Luis mirando fijo al lector.

Hubo muchas tapas sobre el tema y el seguimiento permanente edición por edición. Durante las jornadas del juicio oral la revista se editó junto al «El diario del Juicio», un suplemento con todo lo que pasaba en los tribunales de la localidad de Dolores, realizado por un equipo compuesto por Zunino y Michi desde Buenos Aires, y Fernando Amato y Christian Balbo desde Dolores. Además de los fotógrafos Carlos Remón, Federico Guastavino y Rodrigo Néspolo.

De verdad, había dos hipótesis que ese equipo y la dirección de la revista manejamos con especial atención desde el principio. Una era la de la Maldita Policía, agentes y oficiales afectados por la gran purga que provocó aquella tapa que José Luis Cabezas había ilustrado con la foto del comisario Pedro Klodczyk. La otra era la de Alfredo Yabrán, cuya imagen por fin había alcanzado cierta notoriedad también gracias a las fotografías que José Luis le había sacado un año antes. Con respecto a la primera hipótesis, en aquellos meses no se estaba realizando ninguna nueva nota sobre la policía.

Sobre Yabrán, sí. Cabezas y Michi volvían a cubrir la temporada de verano de Pinamar, lo que incluía registrar las principales actividades del balneario y a sus personajes célebres, uno de los cuales era el empresario. El trabajo de ese año se inició el 20 de diciembre de 1996.

Dos días después, uno de los hombres más cercanos al intendente de Pinamar, Blas Altieri, le dijo a José Luis que gente de Yabrán había estado averiguando su dirección. El fotógrafo se lo contó al pasar a su compañero de trabajo, desestimando cualquier peligro concreto. En sus desplazamientos por Pinamar, Yabrán utilizaba una camioneta Land Cruiser bordó. Con ella llegó un día al balneario Bacota. Allí lo vieron Michi y Cabezas e intentaron acercarse para hablar, pero un empleado del lugar los echó. En la noche del 18 de enero de 1997, el empresario fue a cenar a la parrilla Martín Fierro de Valeria del Mar.

Michi iba solo en su auto. Al descubrir la presencia de Yabrán trató de ingresar al restaurante. Dos hombres de seguridad se lo impidieron con agresividad y lo conminaron a subirse a su auto y retirarse. Faltaban siete días para que mataran a su compañero. Michi recordó lo que les había pasado el verano anterior después de que salieran publicadas en la revista las fotos tomadas por Cabezas: los dos autos que usaban en ese operativo aparecieron con los vidrios y los neumáticos destrozados.

Entre las decenas de notas que cada verano provenían de Pinamar, era habitual que algunas tuvieran como protagonista al hombre fuerte del lugar.

Y cuando eso sucedía se intentaba conseguir una entrevista con él para conocer su opinión. En la primera semana de 1997, por ejemplo, Michi y Cabezas cubrieron la inauguración del hotel 5 estrellas de Yabrán, el Arapacis. Una construcción de 8.000 metros cuadrados con vista al mar y levantado en apenas ocho meses tras una inversión de 12 millones de dólares. En la nota contaron también sobre los futuros emprendimientos del empresario en la zona: un puerto, una ciudad satélite de Pinamar ubicada 1.500 metros al norte, y otro hotel que se llamaría Terrazas al Golf.

En ningún momento lograron obtener alguna declaración del empresario. Ni siquiera se le pudieron acercar.

Definitivamente, aquel verano Yabrán era uno de los protagonistas sobre los que Noticias volvía a investigar.

Jamás nos imaginamos hacia dónde terminaríamos de dirigir nuestra investigación.