OPINIóN
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La camisa de fuerza eléctrica de Europa

La electrificación es, sin duda, un pilar esencial de cualquier estrategia climática. A medida que las energías renovables ganan peso en la matriz energética global, electrificar hogares, transporte y entornos laborales permite reducciones significativas de emisiones. El acusado descenso en el precio de las baterías —determinante para la accesibilidad del vehículo eléctrico— contribuirá a acelerar este proceso.

Argentina Hikes Electricity And Gas Prices, Cuts 70,000 State Jobs
Argentina Hikes Electricity And Gas Prices, Cuts 70,000 State Jobs | Bloomberg

Durante más de tres décadas, la política climática de la Unión Europea se ha guiado por una convicción sencilla: cuanto más rápido sustituyamos los combustibles fósiles por alternativas limpias, mayores serán nuestras posibilidades de estabilizar el clima del planeta. La lógica es impecable. Pero su traslación a políticas concretas deja mucho que desear. Las instituciones europeas han construido marcos regulatorios en torno a una única solución tecnológica —la electrificación— a costa de la diversidad, la innovación y la resiliencia. Y, como consecuencia del “Brussels Effect” descrito por Anu Bradford de Columbia Law School, este enfoque ha orientado estrategias de descarbonización en todo el mundo.

La electrificación es, sin duda, un pilar esencial de cualquier estrategia climática. A medida que las energías renovables ganan peso en la matriz energética global, electrificar hogares, transporte y entornos laborales permite reducciones significativas de emisiones. El acusado descenso en el precio de las baterías —determinante para la accesibilidad del vehículo eléctrico— contribuirá a acelerar este proceso.

En este sentido, programas como la iniciativa para vehículos pequeños y asequibles (Small Affordable Cars) y el paquete Battery Booster, destacados por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en su discurso sobre el Estado de la Unión, son bienvenidos. Pero la creencia de que una sola solución tecnológica basta para alcanzar la descarbonización ignora consideraciones económicas, industriales y geopolíticas esenciales.

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La discusión sobre electrificación suele centrarse en el transporte, responsable de más de una cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero en la UE. Pero una política climática seria debe abarcar toda la cadena de valor, desde el acero ‘verde’ y los materiales de bajas emisiones hasta la producción de baterías. Este enfoque amplio —cada vez más presente en las estrategias industriales de medio mundo— armoniza la ambición climática con la necesidad de resiliencia a largo plazo.

Incluso en el transporte, sin embargo, el planteamiento europeo se queda claramente corto. Hoy existen más de 1.300 millones de vehículos en circulación —249 millones en la UE— y no se prevé una reducción significativa en la próxima década. La política europea se centra en sustituir los coches de gasolina o diésel por eléctricos, pero incluso en los escenarios más optimistas, la renovación del parque automovilístico europeo, y con mayor motivo el mundial, no será lo bastante rápida para que la electrificación por sí sola reduzca de forma significativa las emisiones. Descarbonizar la flota existente exige soluciones adicionales, como una expansión decidida de combustibles limpios de origen renovable, biológico y sintético.

La apuesta por una sustitución masiva a vehículos eléctricos tampoco tiene en cuenta el volumen de infraestructura necesaria para sostenerlo. En Europa, la red de carga crece, pero de manera desigual. Y en muchas otras regiones, esta infraestructura sigue siendo un horizonte lejano: muchos sistemas eléctricos aún son frágiles y el acceso a la energía dista de estar garantizado. Economías que todavía luchan por suministrar electricidad fiable y asequible a hogares, escuelas y centros de trabajo no pueden implantar sistemas de transporte plenamente electrificados en un futuro próximo. En este contexto, incluso allí donde sí se renueva la flota, la lógica impone la disponibilidad de tecnologías como los híbridos avanzados o los motores de combustión altamente eficientes.

Existe, además, un problema más profundo: marcos regulatorios que privilegian una única opción tecnológica tienden a constreñir la competencia y la innovación en otros ámbitos, incluidos aquellos que aún no imaginamos. La innovación surge de la diversidad, no de la uniformidad. Y los avances imprevistos sólo pueden prosperar si los reguladores dejan espacio para que emerjan.

Lo mismo ocurre con el perfeccionamiento de tecnologías existentes. El abaratamiento radical de la eólica y la solar —hoy las fuentes de electricidad más asequibles— no se debe únicamente a subsidios iniciales, sino también a la competencia global, especialmente la impulsada por China. Este país ha catalizado progresos vertiginosos en baterías, paneles solares, motores eléctricos y procesado de minerales, condicionando estrategias de descarbonización a escala mundial.

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Pero, si este ejemplo subraya los beneficios de un entorno abierto, también pone de manifiesto las vulnerabilidades geopolíticas que un enfoque estrecho puede generar. Las cadenas de suministro ‘verdes’ que China domina —fruto de una estrategia industrial coherente, ambiciosa y sostenida— son críticas para la electrificación. Lo último que necesita la UE es que toda su estrategia climática dependa de un actor que hace gala de su dominio con fines geopolíticos, como demuestra la imposición de controles a la exportación de tierras raras. La política climática debe reducir riesgos estratégicos, no crear inseguridades nuevas.

A estas vulnerabilidades se suman factores económicos: precios elevados de la energía, incremento de los costes de producción, complejidad regulatoria, incertidumbres en las cadenas de suministro y competencia creciente de empresas extranjeras fuertemente subvencionadas. Sabemos que la diversificación es condición de resiliencia económica; lo mismo vale para las estrategias de descarbonización.

Hay, por último, una razón fiscal. Apostarlo todo a una única tecnología es arriesgado para las finanzas públicas. Un planteamiento menos rígido —que permita al mercado generar innovaciones inesperadas— ofrece mejores perspectivas en un momento en que los recursos presupuestarios están severamente tensionados.

Por ello, una política climática seria debe basarse en la neutralidad tecnológica: los reguladores fijan objetivos, pero dejan abierto un abanico de vías. Alcanzar la neutralidad climática en 2050 es innegociable, pero sería arrogante asumir que ya conocemos el único camino viable para lograrlo. Hace un cuarto de siglo, nadie habría podido prever los avances actuales en biocombustibles avanzados y combustibles sintéticos. Los reguladores europeos deben asumir esta realidad y diseñar reglas que permitan competir a distintas tecnologías —tradicionales y emergentes— en función de su rendimiento.

Además, la política climática europea debe incorporar las realidades geopolíticas. En una era de rivalidad estratégica, subsidios industriales y fragmentación de las cadenas de suministro, una estrategia de descarbonización que aumente dependencias y debilite la base industrial europea es insostenible. Si la UE quiere alcanzar sus objetivos climáticos sin sacrificar su seguridad y su competitividad, debe abandonar el determinismo regulatorio y optar por la flexibilidad y el pragmatismo. La elección es clara: o una ambición climática que funcione, o mantener la estrategia actual con el peligro, en absoluto descartable, del fracaso.

Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.

(Project Syndicate)