La Corte Suprema de Brasil ha impuesto severas penas al expresidente Jair Bolsonaro y a otros siete acusados, incluidos tres oficiales militares de alto rango, por conspirar contra la democracia e intentar un golpe de Estado. En el caso de Bolsonaro, la sentencia fue de 27 años y tres meses. Pero ese no es el final de la historia.
El juicio y la condena de Bolsonaro marcan un logro histórico en un país que ha sufrido intentos de golpe de Estado, liderados o con la participación de los militares, y dos dictaduras, la más larga de las cuales duró de 1964 a 1985. Además, la decisión de la Corte Suprema (conocida por su acrónimo en portugués, STF) coloca a Brasil entre los pocos países que han investigado, acusado y condenado a golpistas con el debido proceso legal.
Todo esto justifica un cierto optimismo sobre la resiliencia de la democracia brasileña, que en los cuatro años de presidencia de Bolsonaro se sometió a la prueba de estrés más dura desde que fue restaurada hace 40 años. Pero si Brasil es inmune a una nueva aventura autocrática en el futuro previsible depende de las respuestas a varias preguntas.
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Primero, ¿seguirá la ultraderecha siendo tan políticamente activa y electoralmente fuerte con su principal líder encarcelado? Segundo, ¿qué estrategia seguirán a partir de ahora los partidos de derecha más tradicionales de Brasil, que se aliaron con Bolsonaro, pero se quedaron cortos de unirse al golpe? ¿Se distanciarán finalmente de Bolsonaro, a pesar de que deben depender de los votantes de la ultraderecha para derrotar al presidente Luiz Inácio Lula da Silva en las elecciones de octubre de 2026?
Por último, pero no menos importante, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tras haber buscado detener el enjuiciamiento de Bolsonaro imponiendo sanciones y aranceles comerciales punitivos, es probable que cuestione la legitimidad de las elecciones presidenciales del próximo año. ¿Cuánto distorsionará eso la dinámica de la política interna de Brasil?
Para responder a estas preguntas, vale la pena comparar Brasil con Estados Unidos. Aunque el trumpismo y el bolsonarismo tienen similitudes, al igual que sus respectivos líderes, no debemos perder de vista las diferencias. La más obvia es que en Brasil, la sociedad y el sistema de justicia han eliminado al líder autoritario del juego político.
Brasil sin duda se beneficia de tener una constitución inspirada en las lecciones de 21 años de gobierno autoritario. La Asamblea Nacional Constituyente de 1987-88 incluyó disposiciones para la autodefensa de la democracia. Cualquier intento orquestado de destruirla se considera un crimen bajo el código penal de Brasil.
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Igualmente importante, la ultraderecha en Brasil no ha logrado organizarse en un partido dominante. Los sistemas multipartidistas tienden a obstaculizar la consolidación de mayorías decisivas, y Brasil no es una excepción. En Estados Unidos, Trump conquistó uno de los dos partidos y purgó toda la oposición interna. En Brasil, por el contrario, Bolsonaro tuvo que acomodarse a un sistema de partidos fragmentado en el que los principales partidos conservadores están más interesados en cultivar sus bases locales y representación en el Congreso que en someterse al proyecto político de un líder autoritario. Como resultado, la ultraderecha no tiene ni un heredero natural de Bolsonaro ni un partido que controle firmemente.
Por lo tanto, no es sorprendente que los partidos de derecha, que desde 2018 han ganado terreno en los consejos municipales, los gobiernos estatales y el Congreso Nacional, estén señalando su renuencia a gastar capital político en un proyecto de ley que podría eximir a Bolsonaro del fallo del STF y devolverlo a la escena política. Por ahora, la mayoría mantiene una postura de oposición a la condena de Bolsonaro, mientras negocia en el Congreso una versión ligera de amnistía. Quieren evitar irritar a los partidarios de Bolsonaro sin provocar una nueva crisis política, ya que el STF ciertamente declararía inconstitucional una amnistía que perdonara a los condenados por liderar el intento de golpe.
La mayoría de los brasileños tienen una visión diferente. Una encuesta reciente de Datafolha, una de las encuestadoras más confiables de Brasil, indica que el 54% se opone a indultar a los líderes y participantes del intento de golpe de 2023, mientras que el 39% está a favor.
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La mayor dificultad radica en la elección del principal oponente de Lula en la carrera presidencial del próximo año. En una elección que se decidirá en dos rondas por un pequeño margen, el desafío es encontrar un candidato que energice a la ultraderecha (alrededor del 25% del electorado) y que sea aceptable para los votantes conservadores no radicales.
El desafío es aún mayor porque tal candidato necesitará la bendición de Bolsonaro, quien no es conocido por honrar los acuerdos. Varios gobernadores de derecha no se cansan de repetir que lo perdonarían tan pronto como se convirtieran en presidentes, una promesa difícil de cumplir por razones legales e insuficiente para asegurar que Bolsonaro no apoye a un candidato de su propia creación el próximo año. Al cortejar a Bolsonaro, estos gobernadores están dañando su posición con los votantes centristas.
El daño está creciendo con cada acto punitivo y amenaza que Trump hace contra Brasil y los miembros del STF. Los gobernadores de derecha se ven obligados a participar en contorsiones verbales para evitar contradecir a Bolsonaro sin respaldar medidas que son obviamente impopulares entre los votantes brasileños.
Aunque improbable, no se puede descartar un escenario en el que los partidos conservadores, temerosos de romper con Bolsonaro por razones electorales a corto plazo, se encuentren una vez más arrastrados a una estrategia que solo interesa a la ultraderecha: incitar a la polarización extrema para impugnar –con el apoyo de Trump– la legitimidad de las elecciones del próximo año. Tal estrategia de radicalización probablemente facilitaría la reelección de Lula y acarrearía graves consecuencias para el país. La fuerza de cualquier democracia depende de la lealtad de todas las principales fuerzas políticas al orden constitucional. La derecha no-Bolsonaro de Brasil tiene una inmensa responsabilidad histórica en los próximos meses.
(*) Sergio Fausto es Director Ejecutivo de la Fundación Fernando Henrique Cardoso (FHC) / Project Syndicate