Por un momento parecía un deja vú, un mal sueño, haber entrado en la cámara del tiempo y regresar al 2001 en Argentina donde la gente, cansada de todo y de todos, salía de manera voluntaria a manifestarse por las calles acompañada del sonido de las cacerolas. Durante tres días todo fue ruido: de mañana, de tarde, de noche. La cosa era que en Perú y en el mundo, que vigilaba atento lo que estaba pasando, escucharan fuerte la voz de los que, durante años, quizás desde que el terrorismo les enseñó a vivir con miedo y a no involucrarse con el prójimo, habían callado.
Pero fue en ese momento de quiebre donde aparecieron ellos, los de “la generación incorrecta”, los rebeldes que estaban dispuestos a caminar las calles empuñando como única arma un cartel improvisado con alguna leyenda que rezaba “Que se vayan todos”. Esa generación que supo que era el momento de defender a sus padres, sometidos durante años a un sistema de informalidad que arrastra a cerca del 80 por ciento de los peruanos a vivir al día, sin un seguro de salud, sueldo justo, vacaciones, una jubilación o cualquier tipo de derecho laboral. Viendo, mientras tanto, como los aquí llamados Padres de la Patria (Congresistas) gozan en muchos casos de la impunidad de sus cargos que les permite tejer oscuros negocios de coimas e ilegalidad bajo su investidura.
PPK. Vivo en Perú desde hace casi diez años ejerciendo mi profesión de periodista. He visto ex presidentes presos como Ollanta Humala y su mujer Nadine Heredia, la fuga de Alejandro Toledo a los Estados Unidos, la elección de Pedro Pablo Kuczynski como presidente y de allí su vacancia. La disputa política que esto generó entre los dos vicepresidentes y finalmente la llegada de Martín Vizcarra al poder. Un poder que finalizaba dentro de cinco meses porque ya estaba prevista la elección para 2021 y que se realizaría con o sin pandemia, aunque el mundo tuviese fecha de vencimiento. Vizcarra pasó de ser un presidente con poca aceptación a un hombre con alta imagen popular a partir del manejo de la pandemia, la forma de comunicación que utilizó, el estar presente en varias zonas del país a través de sus ministros. Era el hombre que esperábamos todos los mediodías frente a la TV para escuchar el reporte diario del Covid, sus avances y medidas adoptadas. La gente percibía que se preocupaba y ocupaba.
Esta fuerte exposición, en medio de meses electorales, le valió que muchas de las malas relaciones ya existentes en el Congreso se radicalizaran y comenzaran a poner trabas a sus decisiones. Es por eso que decidió cerrarlo, una medida que la propia constitución del Perú permite. Algo que sus “enemigos políticos” nunca le perdonaron. Llamó a elecciones y muchos depositaron la fe en este nuevo Congreso que sólo debería trabajar hasta comienzos de 2021, pero resultó peor que lo esperado, o mejor dicho, peor que el anterior. Martín Vizcarra enfrentó dos intentos de vacancia, el primero no resultó, el segundo es el que llevó al ocaso a un país que rechazó por completo lo que interpretó como un golpe de estado. Esto no se trataba de Vizcarra y la impunidad ante un posible cobro de coimas cuando era presidente regional de Moquegua; esto era algo personal entre el pueblo y sus gobernantes, aquellos que ellos mismos habían puesto con sus votos y de los que estaban asqueados. ¿Cómo así un Congreso que escondía bajo trajes y corbatas de lujo, causas de corrupción iba a vacar a un presidente por “incapacidad moral”? Fue una incoherencia imperdonable para muchos. Parecía un mal chiste, uno de esos que lejos de dar risa causa indignación.
En tantos años, ante la sumatoria de crisis políticas, el país nunca había reaccionado. Al menos no desde que estoy aquí. La vida seguía funcionando al igual que su economía y muchos me preguntaban cómo podía ser que episodios tan complejos no condicionaran el día a día de los peruanos. Una pregunta que me hacían muchos colegas en Argentina donde estamos acostumbrados a que una acción o discusión se convierte en una grieta irreparable. La respuesta era sencilla: la informalidad. Aquí la gente de a pie, el laburante como le decimos nosotros, sabe que si no se la rebusca, si no sale a trabajar, ese día no tendrá que comer. Mucho menos tendrá ahorros o una jubilación a futuro.
“Incorrectos”. Pero esta generación, “la incorrecta”, la del mundo globalizado y los ideales bien puestos, la que se cansó de ser el ultimo orejón del tarro y empezó a amar y enorgullecerse de su peruanidad, no perdonó. Manuel Merino, quien ocupó el cargo de Vizcarra y a quién señalan de haber complotado para quedarse con el poder, no duró ni una semana en su cargo. Subestimaron el poder de la calle, la organización de jóvenes a través de redes sociales; esos que sabían que en sus pasos se escribiría la historia de este nuevo Perú que tiene voz y grita fuerte al mundo “basta”. Cada mensaje que daban desde el gobierno era una provocación más para la calle. Con las horas aparecían más carteles y banderas del Perú en casas, departamentos, en las marchas. En todos estos días no hubo un solo mensaje partidario. Ni uno sólo.
Lo que si hubo fue una brutal represión de gases lacrimógenos y balines de canicas como le dicen aquí (las famosas bolitas con las que jugábamos de niños). Todo sucedió al tercer día cuando las calles se convirtieron en mareas humanas y el ruido de las cacerolas tenían el poder de unir a los sectores populares con los más exclusivos en un país donde todavía las diferencias sociales siguen siendo demasiado notorias. En esas marchas hubo desaparecidos, cerca de 50 que poco a poco y ante la presión mediática fueron apareciendo y denunciando abusos policiales y del escuadrón Terna que es un equipo policial que trabaja de civil infiltrándose en algunas investigaciones. También, jóvenes con lesiones irreparables de por vida. Y otros dos que murieron en nombre del Perú, un país que estaba preparando su celebración al Bicentenario.
Bryan Pintado estaba junto a los manifestantes en el denominado “sector quinto” del Plan de Operaciones de la policía, donde había cerca de 400 efectivos, al igual que Inti Sotelo, a quien grabaron cuando era socorrido con más de cuatro disparos de perdigón en su corazón, cara y cuello. Fueron a matarlo. Un asesinato del que hasta hoy nadie se hace cargo: ni la policía, ni quien dio las órdenes en ese momento, que era el ministro del Interior Antero Florez Araoz ni el presidente Manuel Merino. Hoy existe contra ellos una acusación fiscal por homicidio calificado, lesiones graves y otros delitos. Esta vez parece que no se salvaran ni con sus fueros, porque estos dos jóvenes tienen la representación de la generación equivocada, esa que hasta hoy les rinde homenaje con alguna flor en altares improvisados de la ciudad y que prometen no olvidarlos jamás.
Temores y esperanzas. Merino quería el poder con ambición desmedida, había sido quien había impulsado la primera vacancia y en este segundo intento lo había conseguido, negando con argumentos endebles que no se trataba de una dictadura. Pero sus hechos lo condenaron social y políticamente y a futuro quizás con cárcel común como homicida, tal cual la figura en la causa que lleva su nombre. Reprimió salvajemente el derecho legitimo a la protesta, bajo su mando murieron dos jóvenes que amaban su patria y sentían que era el momento de darlo todo, intentaron censurar al canal del Estado (donde trabajo) pidiendo que las imágenes de la marcha no se difundan y lo que consiguieron es que desde adentro nos hagamos más fuertes, más éticos, más creíbles siguiendo adelante con nuestros principios profesionales por sobre nuestros miedos e incertidumbres.
Estos últimos días llegó el el nombramiento de Francisco Sagasti a la presidencia del Perú, y nada se sabe de él. Algunos temen que se repita la historia de Fujimori, de Alejandro Toledo, de Alan García. Historias de fugas e impunidad que marcaron la vida política de un Perú que cambió para siempre. Porque ya levantó cabeza y tiene en sus filas a la “generación equivocada”.
“Periodista argentina radicada en Perú.