El 29 de noviembre del 2020, en el minuto 73 del partido Barcelona versus Osasuna, comenzó frente a nuestros ojos una suerte de Odisea del siglo XXI. Ese día Lionel Andrés Messi Cuccittini, al convertir un gol cuatro días después de la muerte de Diego Armando Maradona, decidió brindarle su propio homenaje al exhibir en el festejo la camiseta de Ñuls con la que aquel había debutado en el equipo rosarino en 1993. Así, en el marco de un duelo que se había vuelto medio olímpico (y escandaloso, y polémico, y moralista, y agrietado y todas las cosas que rodearon siempre a la conversación pública sobre el crédito de Fiorito), la espera sobre lo que iba a hacer Messi al respecto se acabó.
Tensa espera, vale aclarar, porque siempre fue así, crispado, el debate sobre el vínculo entre los dos ídolos del deporte franquicia nacional. Messi-Maradona fue desde el vamos el territorio perfecto en donde situar las tropas de la autoflagelación siempre dispuestas en este país en el que la identidad se hierve en salmuera. Lo cierto es que con aquel gesto Messi se colocó, una vez más, en el lugar del héroe y comenzó un arco narrativo realmente excepcional que culminó el 18 de diciembre de este año, en el césped del estadio Lusail.
Una odisea rosarina en pleno siglo XXI. Así como el relato del siglo VII a.C. comenzaba con un concilio de los dioses en donde Atenea pedía la vuelta de Odiseo desde Troya, la versión argentina tuvo como primer canto a la muerte de Maradona y la aceptación explícita de su legado por parte de Messi al ponerse la rojinegra con que aquel jugó el famoso amistoso contra el Emelec con el que inició el corto periplo por la Lepra. La explicación que brindaría Messi meses después sobre cómo eligió esa camiseta, por una puerta abierta en su depósito personal nadie sabe por quién, solo acrecentaría su carácter esotérico.
La Odisea es el mítico poema que narra la vuelta al hogar de Odiseo y sus tropas luego de la guerra de Troya. Es un texto pionero y de los más importantes del fructífero género del homecoming, ese que cuenta las diferentes estaciones en el ciclo vital de una persona y su excepcionalidad. Tan relevante para la cultura occidental resultó este tropo que cuenta con incontables producciones en la literatura, la música y el cine. La novela decimonónica, el rock sinfónico, las road movies o el western, todos ellos tienen un amplísimo stock de relatos sobre el héroe y su viaje por la vida. ¿Por qué no puede pensar en la misma clave entonces al fútbol, acaso el artefacto cultural, digamos, no escolástico, más relevante desde el siglo XX en la cultura popular y en el mainstream deportivo?
Es obvio que el jugador del PSG y de la Selección tiene dimensión totémica para el fútbol en particular y la cultura pop en general. Resulta inverosímil que quien lea esta columna hoy desconozca su lugar como referente mundial del deporte y la cultura, a la par de Michael Jordan, Tiger Woods o Serena Williams. Y, a su vez, es claro que su viaje tiene demasiadas aristas, (como el inicio de su carrera, partiendo de su país a los 13 años para jugar en un club extranjero que estaba dispuesto a financiarle un tratamiento fundamental para su desarrollo), como para sintetizar su ciclo en un par de años.
Pero, por espacio y necesidad de estilizar el argumento, es más que válido concentrarse en el viaje simbólico que comenzó con su gol posterior a la muerte del Diez. De hecho, el propio poema de Homero también empezaba por la mitad de la historia, porque algo tan gigante como la vuelta de Odiseo no puede ser narrado en su totalidad. En el caso del rosarino, la previa involucra su tumultuoso recorrido con la camiseta celeste y blanca: que no cantara el himno con la selección, que no jugara como en el Barcelona, las 4 finales perdidas, la renuncia y vuelta, todos y cada uno de los anteriores mundiales, en fin, un proceso que hoy, a la distancia, hasta empalaga.
Los siguientes momentos del relato del homecoming santafesino no pueden prescindir, claro, del delicado encastre que pudo hacer Lionel Scaloni (con el Chiqui Tapia haciendo de Julio Grondona 2.0) entre la generación del 2014 con una nueva camada que llegaba sedienta de gloria. Por otro lado, es importante anotar que participar luego de Rusia 2018 del recambio para cualquier jugador fue recibir durante meses un rosario de puteadas por parte del periodismo deportivo.
En ese sentido, el armado de los personajes secundarios en esta historia tuvo una cantidad infinita de aristas salientes, que se asemejan más a Los Doce del Patíbulo o a Los Siete Magníficos que a una justa deportiva. El punto de inflexión se dio en la Copa América del 2021. El primer torneo oficial jugado por el combinado albiceleste ya sin Maradona y que finalmente fue coronado con el título, un éxito que clausuró una sequía de casi tres décadas para la mayor. Allí voló la mochila más pesada y el llanto de Messi en el Maracaná fue, en un punto, más desgarrador que en Qatar: había llegado el tiempo de la purga.
Luego, por supuesto, el largo invicto, la Finalísima frente a Italia, y desde ya los propios juegos de Qatar. Los siete partidos del Mundial, como unidad de análisis propia, replicaron la estructura clásica del rise, fall and rebirth, con el inicio fallido frente a Arabia Saudita. Incluso la final con Francia replicó en su propia estructura, oh dioses del Olimpo, eso de caerse y levantarse muchas veces. Una unidad de sentido demencial fueron esas casi tres horas, con un villano perfecto –el joven y ambicioso compañero de equipo del héroe crepuscular–, y el loco del pueblo dándolo todo en la serie de penales.
En fin, un equipo que llenó al país de Asia de titanes, adivinos, gigantes, espíritus y todo con el objetivo de llevarse la victoria final anhelada desde 1986. Dos años en los que Messi y sus Argonautas (si se nos permite tomar otro préstamo de la mitología griega, en este caso del Vellocino de Oro) le regalaron al mundo, y especialmente a nosotros, el más bello y sucio de los relatos mitológicos. El que, desde ya, cerró con Messi levantando con esa capa extraña y kitsch propia de la tradición local, el tan ansiado trofeo. Los millones de personas festejando el martes 20 de diciembre, nada menos, y montando en vivo un carnaval propio del pincel de Brueghel el Viejo fueron el hermoso corolario. La plebe en éxtasis recibiendo a su héroe, una liberación de París sin Segunda Guerra Mundial.
El arco narrativo descrito, si fuera ficción, hasta podría sonar inverosímil, pero no es casi lógico considerando que se trata de Messi. La Pulga, aparte de jugar bien, ha tenido una carrera caracterizada por un profundo y sofisticado sistema de producción de símbolos. Él es, sin dudarlo, una verdadera bestia semiótica, en gran parte como mecanismo de defensa producto de vivir en un ecosistema híper filmado e híper narrado desde siempre. Su personalidad fue escrutada desde su adolescencia a niveles que, es dable suponer, nadie más que él podría comprender y asimilar (o bueno, cierto futbolista zurdo que comenzó su carrera en Argentinos Juniors).
Seguro que un poco como respuesta a ese lugar fetiche que le dieron fue definiendo en todos estos años un liderazgo opuesto a la hoguera pop en la que se supone deben arder los ídolos antes de volverse un joven cadáver. Un referente bien normal con una forma de gestión del grupo sostenida en pequeñas rupturas cada vez más apabullantes. Liderazgo de los tímidos y reconcentrados, siempre medio ido, pero que en el momento menos pensado te la manda a guardar.
Es en la consolidación y mejora de esa clave (y no tanto en la de irse “maradonizando”), que deberían pensarse performances como el “andá pa’ allá bobo”, el Topo Gigio o el gesto de besar la copa en el recorrido para recibir el premio al mejor jugador del Mundial. Poner en valor al puño apretado o el labio fruncido, ese que le permitió esquivar tantas veces el sitial de chivo expiatorio.
Sin la pluma de Homero, Messi un poco sintetizó en una de las tantas entrevistas a su propia odisea con eso de “la vida es tropezar, volver a levantarse e intentarlo otra vez y luchar por sus sueños”. Podrá decirse que la sentencia resulta un poco edulcorada, pero es más que legítima puesta en la boca de la persona que durante casi veinte años tuvo que fumarse de todo. Desde las operaciones del Mundo Niembro (y sus apéndices, ESPN, Liberman, Azzaro, Vignolo, el petiso orejudo creo que es el único que no se sintió tentado a dar su opinión contraria) hasta las ambiciosas elucubraciones sociológicas y neurolingüisticas de plumas como las de Caparrós o Manes. Una década y media siendo el cuerpo en donde se corrió la carrera por descubrir la falla nacional, legitima poder pensar la resiliencia de esa manera simple pero efectiva. Tropezar y levantarse en alguien así es que hablen de vos millones de personas, esa escala jamás debe perderse de vista.
Haber hecho de su normalidad, y de su familia normal, un refugio, es parte fundamental del pasar por la vida de Messi. En momentos de la monetización permanente de la vida privada y en una industria donde la caída del héroe es absolutamente rentable (y por eso tan esperada, para luego llenar pilas de programas de chimentos) su zona de confort fue la cama para “tomar unos mates con Anto”. En estos días que se discute tanto sobre el carácter patriarcal de la familia de los jugadores (y el énfasis que en eso pusieron algunas coberturas), no debería perderse de vista esta dimensión a contrapelo de su normalidad (más allá que Messi también es, claro, una máquina de facturar).
El hecho mismo de no haber “terminado como Diego”, debería ser más claramente testimonio de su vínculo con aquel que argumento de esa mirada que tiende a ver hoy elementos para “sepultar” a Maradona (con todo lo que esa imagen reviste). En el penal de Montiel, el que miró al cielo y pidió por el Diego no fue otro que Messi. Hay que hacer mucho rulo para negar tal filiación. En el 2022 no murió el viejo ideario maradoniano, sino que nació uno nuevo (la letra de la canción Muchachos muestra con claridad las múltiples formas de encastrar uno con el otro). Y esto es lo más saludable de toda la gesta que acaba de concluir: lo refrescante. Se acaba el riesgo de “Maracanización” del relato nacional, de quedarse pegado a un éxito sucedido hace décadas como pasa con la victoria uruguaya contra Brasil en 1950.
La sensación es que el enamorarse del barrilete cósmico estaba dando rendimientos decrecientes en tanto construcción de una memoria. Incluso esa cosa hermosa salida de un cuento de Fontanarrosa que fue el Mundial 90 era hoy más un consumo nostálgico de Boomers y X que una realidad activa en la mente de los sub 40.
Con el fin de la Odisea iniciada en 2020 nació así una nueva fauna, una nueva mitología, con sus personajes monstruosos y perfectos (el 19 de Holanda, la atajada del Dibu contra Francia, el baile a Gvardiol en la semifinal, el DT de Arabia Saudita y su achique). Un nuevo canon que podrá interpelar a las nuevas generaciones por, al menos, otras dos décadas más.
No solo se van los espectros de la derrota luego de Qatar 2022, sino también los de las victorias (que igual seguirán siempre siendo parte de nuestro panteón, claro está). Es posible que por eso pegó tanto el viral de D’Alessandro, el de los volantes argentinos vuelan, porque puso en palabras la renovación.
Nada puede ser más maravilloso para la historia cultural que el viento sur que sopló con la Scaloneta. Messi fungió un poco como el Bizarrap del fútbol nacional, como si le hubiera hecho falta.
*Profesor en Historia UNRN-UNCo.