Por fortuna, lo real se resiste (todavía) a su digitalización absoluta, al megalómano proyecto tecnológico que pretende convertir toda experiencia en información, en dato, en simulacro. En efecto, frente a todo ello la realidad responde con una negatividad radical, precisamente como lo que no puede ser totalmente absorbido, lo que escapa, lo que se sustrae a la visibilidad total. En esa sustracción reside su poder pues, aunque la tecnología puede crear simulaciones cada vez más perfectas, en su misma perfección algorítmica pierden precisamente lo que hace real a lo real: su imperfección constitutiva, su resistencia, su opacidad.
Apenas apreciable, el proyecto de suplantación digital en curso actúa por medio de una violencia sutil al prometer ahora y para siempre una experiencia sin fricción, sin negatividad, sin dolor, un mundo donde todo se encuentre disponible, donde la distancia haya sido abolida, donde el deseo encuentre continua satisfacción inmediata. Pero en esta promesa de paraíso digital se esconde una profunda pérdida: la pérdida de la experiencia como encuentro con lo otro, con lo que no soy yo, con lo que se resiste a mi voluntad.
Sin embargo, y muy a pesar de la desconstrucción tecnológica a la que quieren someternos, lo real persiste en su terquedad material, en la temblorosa firmeza de las cosas: el cuerpo se fatiga frente a la pantalla, los ojos se secan, la espalda duele, la Tierra sigue girando alrededor del Sol aunque nos sumerjamos en mundos virtuales y los árboles continúan su lento crecimiento mientras nosotros navegamos a la velocidad de la luz por autopistas digitales: es así, felizmente el tiempo biológico, geológico, cósmico, sigue su curso ajeno a la aceleración tecnológica.
Ahora bien, la rebelión de la realidad no se manifiesta de manera ruidosa ni espectacular pues se trata, ante todo, de una insurrección silenciosa que se expresa en los pequeños errores de la digitalización, en las anomalías del sistema, en aquellos momentos sublimes, y no fracasados, en los que la tecnología se muestra profundamente incapaz para capturar la infinita complejidad de lo real.
En todo este contexto, lo real se rebela –y revela– también por medio de la nostalgia, ese misterioso y extraño dolor por el origen, por cuanto decae y está desapareciendo, por el contacto directo, por la presencia no mediada, por el peso de las cosas, por su resistencia, pero una nostalgia que no es reaccionaria, vuelta melancólicamente al pasado, sino siempre revolucionaria en cuanto que nos recuerda que existen formas de experiencia que son por completo irreductibles a su traducción digital.
En esta feliz rebelión silenciosa de la realidad reside quizá nuestra última esperanza, la esperanza de que, finalmente, la realidad sea más fuerte que cualquier intento por suplantarla, por volverla un simulacro de sí misma, que su negatividad radical sobreviva a la positividad absoluta de lo digital y que su opacidad resista a la fatalista transparencia total del algoritmo.
*Profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.