OPINIóN
Selección cultural

La universidad pública argentina es el prototipo de la educación darwiniana

Que sea de excelencia, gratuita e irrestricta parece la opción más justa, pero no lo es en el siglo XXI. ¿Quién debería contribuir con el sistema: el 5% de alumnos extranjeros o el estudiantado pudiente? Del caos puede nacer la luz, es hora de comenzar el debate en el Congreso y que la solución sea justa y equilibrada.

Universidades publicas europeas
Universidades publicas europeas | CEDOC

Los cuestionamientos masivos al desfinanciamiento de la educación universitaria pública han sido uno de los puntos más destacables de nuestra historia: frente al rol clave en la movilización social ascendente que ha jugado en el siglo XX la educación, frente a la esperanza de que continúe haciéndolo hoy y en el futuro, los argentinos salimos a poner un freno cada vez que las políticas de ajuste impactaron sobre uno de nuestros pilares identitarios. 

Ahora bien, ¿es la educación universitaria irrestricta y gratuita para todos la opción más justa, más solidaria para el florecimiento de todas las personas de nuestra sociedad? En principio, parecería que no: cuando una política trata a todos los individuos de la misma manera, quienes terminan más afectados son, indefectiblemente, los más vulnerables

Los estudiantes que no tuvieron un buen nivel de educación secundaria y los estudiantes que tienen que trabajar para poder estudiar tienden a ser los que más abandonan y fracasan. En la academia, nuestro sistema universitario público ha sido catalogado como “darwiniano”, en donde sólo sobreviven los más fuertes.

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¿Arancelar a los estudiantes extranjeros podría ser una alternativa? No parecería haber muchas razones de peso que lo justificaran: por un lado, de acuerdo con datos de la ex Secretaría de Políticas Universitarias (2022), menos del 5% de los estudiantes en universidades públicas nacionales provienen de otros países. En segundo lugar, ¿por qué sería más justo, en términos amplios, arancelarlos a ellos y no a los estudiantes ricos, cualquiera sea su origen? 

En tercer lugar, y acaso lo más importante en aras de respetar un rasgo identitario de nuestra cultura, la apertura a la inmigración: nos convertimos en ciudadanos del mundo en aulas heterogéneas, es allí donde el aprendizaje es más rico.

La heterogeneidad implica que no sólo interactúen individuos de diferentes nacionalidades sino también de diferentes clases sociales. De esto se deriva que es deseable que las clases sociales más altas continúen eligiendo la educación pública. ¿Es posible hablar de algún tipo de arancelamiento a estos sectores para garantizar esa universidad gratuita, de acceso irrestricto y de calidad? En realidad, no nos hemos dado seriamente la oportunidad de plantear este debate. 

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La Ley de Educación Superior vigente data de 1995, pero bien sabemos que, por un lado, en los últimos 30 años se transformó el mundo y, por el otro, que la universidad, a pesar de haber producido crecientes tasas de graduación, aún enfrenta importantes desafíos. No sólo existen problemas de financiamiento (en términos de equidad, eficiencia y calidad). Existen también desafíos que podrían pensarse anacrónicos, como la larga extensión de las carreras o la poca posibilidad de movilidad de los estudiantes entre ellas. 

Como postulamos con Juan Carlos Tedesco y Claudia Aberbuj en nuestro libro de 2014, que retoma lecciones aprendidas en nuestro programa en la Universidad de San Martín, dedicar recursos a reducir el abandono de los estudiantes más vulnerables en los primeros años de cursada a través de la jerarquización de la pedagogía universitaria, de trayectos académicos más flexibles, titulaciones intermedias y acompañamiento a lo largo de la carrera, contribuye de hecho a la democratización del acceso a la universidad. 

Quizás nunca podamos, o quizás nunca debamos, siquiera sentarnos a discutir si alguien ―sin importar su nivel de ingresos― pueda o deba pagar por acceder y transitar sus estudios universitarios en Argentina

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Pareciera ser un tema tan incorporado a nuestra identidad que, más allá de las reflexiones sensatas que hagamos, no podemos abordarlo sin que nos toque una fibra: es, diríamos, políticamente inviable. Es cierto, además, que los sectores universitarios y quienes defendemos la educación pública tenemos mayor capacidad de organización y reclamo que otros sectores, como los jubilados, por ejemplo, que brutalmente están padeciendo la licuación de ingresos actual

Sea cual fuera la razón de la dificultad de un debate hondo por una mejor universidad, es hora de darlo, incluso dando por sentado que quizás la cuestión de su modo de financiamiento quede a un lado. En ese caso, deberemos decidir, como sociedad, a través de nuestros representantes en el Congreso, cómo será el mejor sistema tributario para financiar ese sistema y qué gastos o inversiones resignaremos para priorizar la educación universitaria gratuita para todos.

En el medio, de caos como éstos pueden nacer enormes oportunidades de transformación: construir una narrativa con opciones políticas que respeten nuestros valores e historia depende de cada uno de nosotros; de la clase política, acercar una propuesta que las viabilicen.

*Dra. en Educación y Sociedad, Universidad de Barcelona, Master en Política. Educativa de la Universidad de Harvard