A pocas semanas del cierre del ciclo lectivo, vuelve una escena conocida: carpetas abiertas, repasos de último momento, ansiedad, expectativas. Para muchos estudiantes, el fin de año no es sinónimo de balance ni de aprendizaje, sino de presión. En ese contexto, las calificaciones vuelven a ocupar un lugar central. Pero, ¿qué reflejan realmente las notas? ¿Miden el aprendizaje o solo una parte del recorrido?
Las calificaciones importan. No solo porque ordenan o certifican un resultado, sino porque enseñan a atravesar momentos de esfuerzo, evaluación y espera. Son parte de la vida: nos recuerdan que aprender también implica exponerse, asumir riesgos, tolerar la frustración y capitalizar los logros.
Lo importante no es eliminar las notas ni suavizar las exigencias, sino acompañar a los adolescentes para que comprendan su sentido y aprendan a transitar la presión que generan sin quedar atrapados en ella.
Mala nota para la educación argentina
Durante mucho tiempo, la escuela se sostuvo sobre la lógica de la acreditación: aprobar, pasar de año, promover. Sin embargo, la realidad educativa muestra que ese esquema ya no alcanza. Según Argentinos por la Educación, solo uno de cada diez estudiantes finaliza la secundaria a tiempo y con los aprendizajes esperados. Pero detrás de esa cifra hay mucho más que números: hay trayectorias, procesos y contextos que no siempre se traducen en una nota.
Evaluar no es solo medir; es acompañar, corregir, volver a intentar"
Vivimos un momento complejo. Apenas el 14,2 % de los estudiantes de secundaria alcanzó un nivel satisfactorio en Matemática en la última Prueba Aprender, mientras que el 54,6 % no llegó ni al nivel básico. En Lengua, un 16 % todavía no entiende lo que lee. No son datos aislados: expresan una brecha profunda entre lo que evaluamos y lo que realmente aprenden los alumnos. Por eso, es necesario repensar la evaluación como parte del aprendizaje, no como su cierre.
La llamada evaluación formativa propone incorporar la evaluación dentro de la enseñanza: compartir con los estudiantes los criterios de logro, ofrecer distintas formas de evidenciar lo que saben y dar retroalimentación constante. Evaluar no es solo medir; es acompañar, corregir, volver a intentar. Cada instancia, para alumnos, docentes o instituciones, debería servir para aprender sobre cómo se aprende, qué se logró, qué falta, qué se puede mejorar. Evaluar es provocar metacognición, es decir, que cada estudiante pueda mirar su proceso y reconocerse en él.
Al mismo tiempo, no podemos ignorar el costado emocional. Hoy, muchos adolescentes atraviesan su escolaridad enfrentando situaciones que afectan su bienestar. Parte de esas dificultades nacen en entornos donde se busca evitar la frustración o el error, privando a los chicos de experiencias fundamentales para desarrollar autonomía.
A eso se suman los desafíos de una era digital: exceso de exposición a redes, comparaciones constantes, ansiedad. En ese escenario, la escuela cumple un rol irremplazable: ser un espacio de guía y contención, donde se pueda fallar, aprender y volver a intentar sin miedo al juicio.
Acompañar a los adolescentes en la etapa de evaluaciones no es liberarlos de la exigencia, sino ayudarlos a darle sentido. Las notas pueden ser una oportunidad si dejan de verse como una sentencia y se convierten en una herramienta para crecer. Aprender a evaluar y ser evaluado forma parte de la vida: nos enseña a esforzarnos, a esperar, a aceptar errores y a superarnos.
Si logramos que cada evaluación sea una instancia de aprendizaje y no de miedo, estaremos formando no solo mejores estudiantes, sino personas más autónomas, conscientes de su potencial y capaces de enfrentar distintos contextos de aprendizaje, socialización o trabajo de manera más segura y significativa.
*fundador de la Red Educativa Itínere y director ejecutivo de HUB Educación e Innovación