Algunos días atrás nuestro presidente enunciaba en un discurso público que los argentinos descendimos de los barcos, los brasileños de la selva y los mexicanos de los indios. Las redes explotaron, los creadores de memes no daban abasto, periodistas de todos los colores políticos se hicieron eco de los dichos y los llevaron para su molino. Más allá de las múltiples aristas a través de las cuales puede ser analizado el episodio, de las reivindicaciones, las indignaciones y las chicanas, creo que es un gran llamado de atención para poner el foco sobre todos aquellos mitos que nos creamos y nos creemos.
Especialmente hoy, 20 de junio, día en el que celebramos a nuestra bandera, y con ella a la unión comunitaria detrás de ciertos elementos que nos identifican, vale la pena preguntarnos por el conjunto de símbolos, ideas e historias que nos cuentan quiénes fuimos y quiénes somos para revisar, a partir de allí, cuán adecuados nos resultan en el presente y, sobre todo, cuánto se ajustan a eso que en verdad queremos ser.
La innecesaria repetición del concepto "los argentinos venimos de los barcos"
Si tiramos un poco de la cuerda de ese mito de origen nacional que comienza en los barcos, lo que obtenemos es la imagen de una sociedad cuyas máximas fracturas habrían sido las del conventillo de siglos, en el que distintas nacionalidades y fundamentalmente lenguas europeas convivían y se entendían como podían, hasta que las diferencias fueron zanjadas por obra y gracia de la escolaridad obligatoria, a fuerza del uso del guardapolvo blanco que iguala y la bandera en alto que aglutina. Sin dudas, esta narrativa tiene muchas falencias, tanto fácticas como conceptuales, pero me gustaría señalar dos que exhiben especial relevancia en el presente. Por un lado, problematizar esa noción instalada de una sociedad homogénea, sin mayores divergencias, que comparte no solamente las reglas aprendidas culturalmente sino también un camino cuyo punto de inicio estaría del otro lado del océano. Por otra parte, interrogar críticamente la idea de escuela como el espacio por excelencia para fomentar la uniformidad social.
Hace poco, en una clase, una de mis estudiantes me dijo que era muy difícil ponerse de acuerdo y que todo sería más fácil si todos pensaramos igual. Indudablemente los mitos colectivos cobran fuerza en ese sentimiento, es más fácil creer que somos todos iguales porque nos aprendimos el mismo himno y es tentador pensar que esos rituales compartidos nos harán pensar de la misma forma y de esta manera nos allanaran el camino para la convivencia. Pero no somos lo mismo, somos una sociedad diversa: en términos de género, de orientación sexual, de nacionalidades, de religión, de pertenencia. Lamentablemente, esa diversidad no siempre es vista, mucho menos abordada, y eso tiene un costo altísimo en el largo plazo, tanto individual como colectivo.
Es más fácil creer que somos todos iguales porque nos aprendimos el mismo himno y es tentador pensar que esos rituales compartidos nos harán pensar de la misma forma y de esta manera nos allanaran el camino para la convivencia
La idea de que todos los argentinos vinimos de los barcos es reveladora por lo que esconde: un sinfín de identidades sistemáticamente invisibilizadas.
En este escenario, la escuela debe ser el lugar que nos enseñe a celebrar la diversidad como una riqueza, que nos permita ver que si todos pensáramos lo mismo la vida sería muy insustancial y que es fundamental reconocer la identidad de cada una y cada uno para forjar a partir de allí lazos comunitarios. La escuela tiene que romper con sus propios cuentos y sus canciones de cuna, para despertar a una realidad que es sumamente compleja y está ávida de transformación.
Al final del cuento el guardapolvo blanco iguala solamente en apariencias, mientras que reproduce las inequidades de un sistema que hace mucho y para muchos ya dejó de funcionar
La epopeya nacional que supuestamente comienza en el viejo continente y hace pie en el puerto de Buenos Aires tiene como protagonistas, en el capítulo siguiente, a unos hijos de inmigrantes que progresan de la mano de la educación pública. La semana pasada otra estudiante me dijo que ya no quería estudiar más; cuando le pregunté porqué me respondió que ella era pobre, y que la escuela no es para los pobres. Al final del cuento el guardapolvo blanco iguala solamente en apariencias, mientras que reproduce las inequidades de un sistema que hace mucho y para muchos ya dejó de funcionar. Abrazar la diversidad es reconocer la necesidad de nivelar la cancha, de igualar oportunidades, de dejar de escondernos detrás de una bandera comunitaria que solamente pueden izar unos pocos privilegiados.
El primer paso para construir una sociedad más justa es desarrollar una mirada más compleja y abarcativa sobre nosotros mismos: si no sabemos quiénes somos ni dónde estamos parados, sin las coordenadas exactas que marquen nuestro punto de partida, la única alternativa posible es seguir navegando hacia el naufragio.
*Directora Ejecutiva de Enseñá Por Argentina.