OPINIóN
Columna de la UB

Baikonur, tenemos un problema (en Ucrania)

Baikonur es el equivalente ruso (aunque quede en Kazajistán) del centro espacial de Houston. Y Putin podría estar diciendo una frase parecida a la que pronunció el astronauta de la misión Apolo 13.

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Vladimir Putin | cedoc

Apenas iniciadas las hostilidades sugeríamos que, a despecho de la evolución de las operaciones militares, era en el campo del “poder blando” donde el líder ruso podría sufrir los mayores reveses. Y ocurrió de esa manera. El repudio a las decisiones adoptadas por ese mandatario se extiende a todo el planeta. Mientras el Consejo de Seguridad está neutralizado por Rusia, uno de sus miembros permanentes, la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó la invasión por una abrumadora y aplastante mayoría de 140 países a favor y apenas cinco en contra.

Por el momento, el gobierno ruso no obtuvo el apoyo explícito de absolutamente ningún país del planeta con un historial medianamente decente en materia de respeto a los derechos humanos y las libertades individuales. Tampoco China se comprometió en ese sentido, limitándose hasta ahora a observar y tomar notas que le podrían resultar útiles en un futuro, respecto de las reacciones de Estados Unidos y otros actores clave, en coyunturas críticas. Si algo no parece ser Xi Jinping es impulsivo e improvisado.

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Si Putin especuló con la pasividad de una OTAN desorientada y hasta en “muerte cerebral”, como oportunamente la calificó Macron, sus acciones operaron como una inyección de adrenalina. Los miembros de esa alianza ratificaron tanto su pertenencia como el compromiso colectivo con la defensa de los socios de su flanco oriental; el vínculo transatlántico, tan debilitado en tiempos de Trump, se consolidó; Suecia y Finlandia, países con importantes instrumentos militares y aún mayores capacidades económicas, anunciaron que podrían solicitar la membresía, si su situación de seguridad lo tornaba conveniente. Además, casi todos anunciaron el envío al gobierno de Ucrania de moderno armamento, incluyendo críticos sistemas portátiles antitanque y antiaéreos. Un bonus: Alemania decidió finalmente transformarse en una potencia “completa” e incrementar sustancialmente las capacidades de sus fuerzas armadas, atento a lo que pasa al este de su territorio.

Sin embargo, es en el campo de las narrativas donde más notorios son los efectos contraproducentes de los actos rusos. La justificación de las “fuerzas de pacificación” desplegadas para proteger a la población local quedó hecha añicos desde el mismo momento en que las operaciones bélicas excedieron los enclaves independentistas del Donbass, para alcanzar todo el suelo ucraniano. Los alegatos en favor de ataques quirúrgicos contra objetivos militares fueron rápidamente neutralizados por bombardeos a blancos civiles, documentados por múltiples agencias de noticias independientes.

 

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Mientras Putin tilda al gobierno ucraniano de nazi, soslayando que su homólogo Zelensky es judío y muchos de sus parientes murieron en el Holocausto, es él a quien comparan con Hitler. Subyace, en esa comparación, una intuición: la invasión de Ucrania se explica más por las interpretaciones históricas personales y la voluntad revisionista de este líder, que por las reales necesidades de seguridad del país.

Sobre todo, el ataque de Rusia ha reforzado el sentimiento patriótico ucraniano. Le ha proporcionado, para las generaciones presentes y futuras, héroes, mártires y momentos épicos, todo esto teñido por la lógica de la lucha de David contra Goliat. Mientras algunos insisten en que es un “no-Estado”, Ucrania parece ser cada vez más una “nación”.

Empero, no puede soslayarse el enorme poder militar de Rusia. El Ejército Rojo, que se cubrió de gloria en la Segunda Guerra y tomó Berlín, es uno de los mejores del mundo y aventaja a los ucranianos en absolutamente todos los aspectos tangibles. Pero difícilmente tenga la motivación y las convicciones, de una sociedad entera que defiende su tierra. Rusia puede ocupar y controlar toda Ucrania, pero al precio de la destrucción de una importante proporción de sus núcleos urbanos, que seguramente serán defendidos por sus habitantes apelando a una amplia gama de formas asimétricas de lucha. Ironía de las relaciones internacionales, una nueva versión de Stalingrado, aunque en Kiev y con los antiguos defensores fungiendo de atacantes. Todo esto, ante la mirada reprobatoria de la comunidad internacional y, eventualmente, de los propios ciudadanos rusos.

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Así las cosas, lo ideal sería alcanzar un rápido acuerdo que ponga fin a las hostilidades, donde ninguna de las partes aparezca como vencida ni humillada. Porque aparentemente Putin no alcanzará todas las metas que se propuso inicialmente, al menos con una tasa costo-beneficio favorable. Pero está claro que tampoco puede volver al “status quo ante” con las manos vacías. Nadie obtendrá un resultado óptimo de acuerdo con sus preferencias. Ambos bandos deberán efectuar concesiones. Es en esa subjetiva zona, supuestamente con las “mínimas expectativas aceptables” de los contendientes no tan alejadas las unas de las otras, donde la diplomacia del más alto nivel debe alcanzar soluciones. Soluciones creativas y razonables en su contenido, viables en su aplicación y sostenibles en el tiempo. Cualquier otra opción será peor, y el tiempo corre.