Después de tres semanas de encierro uno está agotadísimo (en España dicen “hasta el gorro”) de estadísticas falseadas, interpretaciones filosóficas, hipótesis apocalípticas y otros ejercicios de estilo claustrofóbico, desde los que sostienen que se acaba el capitalismo hasta los que creen que el día después todos saldremos a la calle con una bata blanca, un ramito de olivo, cargados de positividad y emitiendo buenas ondas. Lo más probable es que volvamos al mundo real como esos humanos abducidos por los alienígenas de Spielberg en Encuentros cercanos del tercer tipo, medios abombados y sin entender demasiado lo que ha pasado. Respecto a lo que encontraremos al salir de la nave, me temo que el mundo que se viene tendrá más del viejo de lo que imaginamos, y los cambios radicales se verificarán en los espacios sociales y rincones de la subjetividad (hoy) menos pensados.
Después de los casi divertidos primeros siete días en la estación espacial COVID-19, seguidos por una bajoneante segunda semana orbitando alrededor de la Tierra, podría decirse que es en la tercera semana de confinamiento cuando comienza a instalarse la rutina. No pienso tanto en esos carteles domésticos donde se indica la hora del desayuno, el tiempo dedicado a seguir las clases de yoga en Youtube o a quién lo toca sacar el perro: me refiero a la rutina en sentido etimológico. Según el diccionario de la RAE, la palabra “rutina” proviene del francés routine, el cual a su vez deriva de route, o sea “ruta”, y en su primera definición significa la “costumbre o hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y de manera más o menos automática”. O sea, en la tercera semana de cuarentena entramos en modo zombi y comenzamos a deambular por la casa en piloto automático.
Al entrar en modo zombi se pierde una de las cosas más sorprendentes de la primera semana: la atención desmedida a los síntomas. Si en los primeros días de cuarentena estábamos muy atentos a los estornudos, la temperatura de la frente o esa leve carraspera que no llegaba a convertirse en la condenatoria tos seca, en la tercera semana dejamos de oír a nuestro cuerpo. He visto en Zoom que algunos de mis amigos incluso dejaron de ducharlo o peinarlo, pero no es mi caso.
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Como en los peores momentos de las crisis económicas argentinas, en las primeras tres semanas de confinamiento uno está atento a los números. En vez de intereses bancarios, nuestra mente calcula tasas de contagio y porcentaje de camas libres en los hospitales más rápido que la computadora cuántica de la extraña serie Devs (HBO). Pero poco a poco la atención se despega de esos valores numéricos para entrar en otra dimensión analítica: la de los discursos y metáforas. Ese es el principio del fin: entramos en la fase de la sospecha. Y de ahí no se vuelve.
El cuento de la pandemia
¿Cómo se cuenta la pandemia en los medios? Casi a punto de iniciar la cuarta semana, algunos expertos españoles aseguran que ya llegamos al “pico” de la “ola”. Por más que intenten distribuir esperanza en sus discursos, ningún político o epidemiólogo todavía se anima a hablar de “brotes verdes” (metáfora que alguna vez fue utilizada para regar de optimismo uno de los peores momentos de la crisis económica del 2008), al máximo dicen que comienza verse “la luz al final del túnel”. Pero en el fondo nadie se la juega. Cualquier pronóstico que emita un político, médico o científico en estos días corre el riesgo de convertirse en una espada de Damocles por el resto de su vida. En unos meses, un viejo tuit puede ser mucho más letal que el coronavirus.
Algunos diarios en línea y portales -no solo españoles- han puesto en sus home-page contadores automáticos con el número de contagiados, fallecimientos y pacientes dados de alta, ya sea en el propio país como a nivel mundial. Esta información sobre la pandemia aparece a pocos píxeles de distancia de la cotización del dólar o la temperatura, la humedad y la nubosidad. Es como si la cuantificación de la difusión del COVID-19 se hubiera convertido en un valor fundamental para la supervivencia social, como el dólar blue o la sensación térmica.
Esta presencia de los valores financieros –no solo el precio del dólar, también el “riesgo país” en su época dorada aparecía junto a la temperatura y la humedad– como si fueran valores meteorológicos no es nueva y, en países como la Argentina, es habitual en los medios online y portales informativos. Lo que es nuevo es que el coronavirus aparezca junto a ellos.
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La metáfora
En otro plano, en estos días se está dando en España un fenómeno interesante que podríamos denominar “inversión discursiva”. Me explico. Si las crisis económicas siempre se disfrazan de catástrofes naturales -¿cuántas veces hemos debido hacer frente a las “turbulencias” en los mercados o los “terremotos” financieros?-, en este caso una crisis natural se cuenta recurriendo a una metáfora muy humana: estamos librando una “guerra” contra el coronavirus.
Las ciencias cognitivas y la lingüística nos enseñan que las metáforas no son un puro ornamento del lenguaje sino una forma de pensamiento, un potente instrumento del conocimiento que nos permite ordenar nuestra experiencia cotidiana. La metáfora facilita la identificación de categorías y establece diferencias. En el caso de la metáfora bélica, entre otras cosas permite identificar “amigos”, “aliados”, “enemigos” y “traidores”. Si estamos en estado de “guerra”, entonces se fijarán “estrategias” y toda la sociedad se “movilizará” contra el malvado coronavirus.
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En un texto clásico publicado en 1980 –Metáforas de la vida cotidiana- George Lakoff y Mark Johnson explicaban que la metáfora “impregna la vida cotidiana, no sólo el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción. Nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica”. Pero las metáforas no solo facilitan la descripción de un fenómeno: también pueden convertirse en una “guía para la acción futura”.En el caso de España, la presencia de altos mandos militares en las conferencias de prensa del gobierno refuerza ese andamiaje retórico bélico, por no hablar de los discursos estilo Winston Churchill que Pedro Sánchez pronuncia cada sábado a la noche. Nadie lo duda: nos esperan días de “sangre, sudor y máscaras”.
La postguerra
Aún utilizadas en tiempos de crisis, las metáforas naturales siempre pintan un futuro mejor: los “brotes verdes” anuncian la llegada de la primavera y “siempre que llovió, paró”. Es el orden natural de las estaciones y los ciclos climáticos. La metáfora bélica, en cambio, no es tan generosa con el futuro: nos va preparando de a poco para una “postguerra” que será más larga, fría y austera que esta interminable cuarentena.