El 5 de octubre de 1938, el Primer Ministro británico Neville Chamberlain concurrió a la Cámara de los Comunes. Allí, argumentando en favor de la paz europea ante una posible invasión nazi, defendió el “Acuerdo de Múnich”. El entendimiento, firmado a finales de septiembre por Alemania, Reino Unido, Francia e Italia, hizo lugar a la demanda territorial de Hitler en torno a la región de los Sudetes.
En el parlamento, fue Winston Churchill, entonces representante del Partido Conservador, quien alertó sobre las derivaciones negativas del pacto. Lo hizo dirigiendo al Jefe de Gobierno una frase épica: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”. No se equivocó.
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La capacidad anticipatoria del estadista inglés contrasta con el proceder de Mauricio Macri. De hecho, el Presidente argentino no supo advertir el descontento que su administración produjo en gran parte de la ciudadanía. Confiando en los erráticos sondeos de opinión, el Big Data y los micromensajes en las redes sociales, el mandatario no tuvo reflejos para adelantarse a los acontecimientos, tomar decisiones a tiempo y evitar la derrota en las PASO. Es la enseñanza de Churchill: el oficialismo pudo optar entre la acción política de gobierno para conservar el poder y la polarización. Eligió ésta última en un contexto de crisis económica subestimada, y ahora la política parece no alcanzar para imaginar un escenario de ballotage.
Las elecciones primarias, además, exhibieron una falencia constante de Cambiemos: el espacio nunca logró institucionalizarse como coalición de gobierno. En clave explicativa pueden enumerarse algunas cuestiones. Primero: la mesa chica siempre tuvo pocas sillas y del mismo color. Segundo: los consejeros del príncipe, las voces oídas por el Presidente, creyeron que la idea del optimismo perpetuo y la confrontación entre pasado y futuro pesaría más que la realidad. Tercero: en la faz agonal de la política, aquella donde se disputa el acceso al poder, la incorporación de Miguel Pichetto a la fórmula de Juntos por el Cambio no se tradujo en una densidad electoral valorable.
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Por su parte, el Frente de Todos, alegoría del kirchnerismo ortodoxo, fue ingenioso. A su tiempo, con un armado competitivo, aglutinó a casi la totalidad del PJ. Luego paró en el centro de la escena a Alberto Fernández, desterró del proselitismo a Cristina Kirchner y aisló a los dirigentes y seguidores que, tiempo atrás, ahuyentaban votantes a fuerza de bravuconadas públicas. A la vez, dejó que el presente hablara desde los bolsillos de la golpeada clase media. Así, el cóctel entre moderación opositora y la caída del consumo resultó letal para Macri y compañía.
Hoy, octubre y diciembre quedan muy lejos. De todas formas, mientras los meses transcurren, el sistema político merece atención. En tal sentido, cobra importancia el libro Cómo mueren las democracias, de Steven Livitsky y Daniel Ziblatt. En este lúcido ensayo, al analizar la democracia norteamericana, los autores sostienen: “La debilidad de nuestras normas democráticas arraiga en una polarización partidista extrema, una polarización que sobrepasa las diferencias políticas y empalma con un conflicto existencial, racial y cultural.” Posteriormente agregan: “Y si algo claro se infiere del estudio de las quiebras democráticas en el transcurso de la historia es que la polarización extrema puede acabar con la democracia.”
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Mirando la estrategia electoral del gobierno nacional, incluida la primera reacción presidencial tras la debacle del 11 de agosto, y pensando en la lógica revanchista que anida en algunos sectores kirchneristas que vociferan el desafiante “Vamos a volver”, es posible aplicar la tesis de los académicos de Harvard al caso argentino. Entretanto, las partes involucradas parecen no percibir el peligro que supone llevar la vida democrática al borde del precipicio.
PM/ CP