OPINIóN
Pandemia de Coronavirus

Gestionar la incertidumbre

La pandemia desnudó el hecho de que la sociedad de riesgo ha llegado para quedarse y, a nivel político, que tener la autoridad de un cargo no implica el liderazgo para administrar la crisis.

El presidente Alberto Fernández, junto a Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof.
El presidente Alberto Fernández, junto a Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof. | NA

En 1986 el sociólogo alemán Ulrich Beck, introducía el concepto de “sociedad de riesgo” para referirse al fenómeno de extensión del riesgo que, producto de los cambios generados por la globalización y la revolución tecnológica, se “democratizaba” y podía afectar inesperadamente a personas y grupos que hasta entonces habían mantenido –en gran medida por su posición en la estructura social- condiciones de vida relativamente estables y seguras.

Mal que le pese a algunos “negacionistas” del riesgo -como los que minimizan el cambio climático-, la actual pandemia global ha desnudado con particular crudeza el hecho de que el riesgo no es una mera amenaza latente cuyos efectos parecen siempre desplazarse hacia un futuro lejano, sino que se trata de una realidad que no sólo llegó para quedarse, sino que también puede matar.

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Si hay algo claro a esta altura es que la pandemia sorprendió a todos desprevenidos. Una sociedad global que se jactaba de un progreso científico y tecnológico sin precedentes en la historia de la humanidad se ha visto conmovida en sus cimientos por un virus que circula con la misma fluidez que la información, las personas, y las mercancías en estos tiempos de “hiperconexión”.

En un mundo que por estos días atraviesa el “ojo de la tormenta”, y lucha aferrándose al instinto más básico de la supervivencia, aún es difícil y prematuro aventurar cómo será la salida, cuándo se podrá dar por superada la crisis, y cuál será la magnitud de los efectos que producirá en las diversas esferas de la existencia humana.

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Pero lo cierto es que nadie duda de que ya nada será igual, y deberemos cambiar y transformar -en algunos casos drásticamente- muchos hábitos y conductas que tenemos muy arraigados en nuestras diversas actividades y ámbitos de sociabilidad: la vida cotidiana, la familia, la producción y el trabajo, el ocio y entretenimiento, la salud y la educación, entre otras. ¡Si hasta los conceptos de tiempo y espacio se han visto profundamente alterados!

La política, como el mundo entero, no estará exenta de estos profundos cambios, que afectarán tanto a los liderazgos como a las instituciones representativas, las formas de vincularse con los ciudadanos y, en consecuencia, la propia comunicación política.

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Los ciudadanos de todo el mundo han percibido que sus líderes no fueron capaces de anticiparse y protegerlos. Algunos, evidentemente, fueron más imprudentes que otros. Si bien nadie duda que estamos ante una situación sin precedentes, y que seguramente no habrá asignación directa de responsabilidades por la falta de previsión frente a una pandemia inédita, seguramente si lo habrá por la forma en que se gestione la misma.

 

 

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La clase política está en estado de shock, perpleja ante la magnitud y los alcances de un fenómeno que ningún político imaginó enfrentar ni en sus peores pesadillas.

Si la comunicación ya era necesaria en la etapa pre-pandemia, será imprescindible en etapa posterior. Sin dudas, la política falló en una de las premisas básicas de la gestión de crisis, que es la prevención, tarea que implica anticipar las posibles crisis y trazar escenarios probables de la evolución de las mismas, siempre con la finalidad de mitigar sus posibles efectos.

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Si bien a priori puede parecer una paradoja administrar lo que en principio no existe, prever lo ausente, es decir una crisis que no estalló, es parte de una buena estrategia de gestión de crisis. Suele decirse que, en mayor o menor medida, todas las crisis son potencialmente identificables de antemano y, como tales, aunque en muchos casos no pueden evitarse, pueden establecerse planes de contingencia antes de que las mismas estallen y así minimizar su impacto.

Se ha repetido hasta el hartazgo que estamos ante una situación inédita, y eso es en gran medida cierto por la extensión y magnitud del fenómeno, aunque tampoco se puede olvidar ya habíamos atravesado experiencias como las del SARS (2002) y la influenza tipo A (2009). Sin embargo, ni siquiera los países más desarrollados contaban con los planes de contingencia y manejo de crisis que, por definición, deberían siempre contemplar el peor escenario posible.

 

La clase política está en estado de shock, perpleja ante la magnitud y los alcances de un fenómeno que ningún político imaginó enfrentar ni en sus peores pesadillas.

 

Hoy, muchos políticos están aprendiendo a administrar las crisis en tiempo real, todo un desafío para una actividad muy reacia a lidiar con la incertidumbre. La fallida etapa de pre-crisis quedó atrás y tomó a todos desprevenidos, ahora atravesamos la etapa de la crisis propiamente dicha, lo que implica concentrar todos los esfuerzos en mitigar sus efectos en las diversas esferas: desde la prioritaria y encomiable batalla que libran los profesionales de la salud, hasta la situación crítica que atraviesan muchas PyMES y sectores productivos, pasando por el fantasma del desempleo masivo y la potencial explosión de la pobreza, la aceleración de la inflación, y el futuro de la educación, entre otros de los grandes desafíos de la hora.

Es aquí donde se ponen en juego los liderazgos actuales, y donde todo lo sólido puede desvanecerse en el aire. Es que quiénes hasta ayer eran aclamados en el altar de los dioses, hoy pueden terminar siendo repudiados y responsabilizados por los resultados de una mala gestión de la crisis, siendo lanzados al ostracismo o bien sepultados bajo la pesada lápida de la historia.

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La crisis viene demostrando de manera palmaria una distinción clásica de la ciencia política que muchos parecían olvidar, la que distingue entre liderazgo y poder. La situación actual demuestra que tener la autoridad que confiere un cargo, no implica un liderazgo con la autoridad para administrar la crisis.

 

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Decíamos que el riesgo llegó para quedarse y que ello requiere administrar la incertidumbre. En este marco, los nuevos liderazgos serán aquellos que dejen atrás el narcisismo y la soberbia típicas de los trastornos megálomanos para comprender que para generar confianza y transmitir certezas en este particular contexto que atravesamos y en los tiempos que vendrán, no es necesario tener todas las respuestas.

Por eso, la comunicación será central. Líderes que puedan comunicar con transparencia, decidir y explicar con claridad y sencillez la razonabilidad de las medidas que se toman, hacer y argumentar convincentemente que esa es la mejor manera para atravesar la situación y procurar ir volviendo paulatinamente a la “normalidad”. Una normalidad, por cierto, muy diferente a la que estamos acostumbrados, y que demandará azuzar la ya probada capacidad adaptativa que tenemos los seres humanos.

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Es el tiempo de hacedores, no de comentaristas de la realidad; de palabras justas y lenguajes sencillos y asequibles, no de retóricas barrocas; de transparencia y apertura, no de opacidad y confrontación; de cercanía y empatía, no de frialdad y mera racionalidad. 

La incertidumbre es quizás hoy la única certeza en el marco de esta “sociedad de riesgo” que nos estalló brutalmente en la cara. Incertidumbre entendida como la imposibilidad de predecir la situación lo largo del tiempo, que –por lo general- viene acompañada de una ansiedad que conduce a impulsos irracionales que buscan llenar ese “vacío” que se genera por la falta de certezas sobre el futuro. La moderación y la templanza serán por eso dos atributos centrales de los nuevos líderes.

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En este contexto, los nuevos liderazgos serán aquellos que logren generar confianza a partir de proyectar una imagen de “hacedor”, que si bien no tiene todas las respuestas ni certezas está haciendo lo mejor posible para priorizar el futuro de los ciudadanos, que entiende los padecimientos y sacrificios, y que está próximo a los ciudadanos. Líderes que no nos prometan una aparente y falsa normalidad y seguridad, sino que cuenten con las habilidades que se requieren para gestionar la incertidumbre.

Los equipos seguramente seguirán siendo importantes, como lo está demostrando la participación en los comités de crisis de expertos en diversas especialidades vinculadas a los efectos de la pandemia, pero los líderes serán quienes estén al mando.

En el marco de una crisis que golpeó la soberbia tecnológica que había embriagado a nuestra civilización con la sensación de supuesta seguridad de quien finalmente logró aquel viejo anhelo de dominar la naturaleza, necesitaremos líderes más humanos, más humildes, más sensibles y más empáticos.

 

*Lucas Doldán: Politólogo, docente e investigador UBA; Leandro Bruni: Politólogo, sociólogo, docente e investigador (UBA).