Entré al servicio militar el 6 de enero de 1982. Salí de baja en marzo del ’83. Mis 14 meses de “colimba” incluyeron la excitación, la furia y la depresión por Malvinas, donde la suerte me impidió combatir. Fui lo que se llamaba “soldado continental”.
Va una escena imborrable de mi conscripción en la sede porteña del Estado Mayor Conjunto... Los milicos nos obligaron a salir del edificio vestidos de civil y casi de noche el 30 de marzo del 82, porque había paro con marcha de la Confederación General del Trabajo, represión demencial e inconveniencias obvias para andar ostentando uniforme por la calle.
Otra escena imborrable... Tres días después, el 2 de abril, manifestantes enardecidos de presunto patriotismo me llevaron en andas desde Paseo Colón al 300, sede del EMC, hasta la Plaza de Mayo al grito de:
-¡Soldado, amigo, el pueblo está contigo!
Vi llorar ese día a mucha gente grande, sudorosa o de corbata o qué más da, hipnotizada frente al relato épico del dictador Leopoldo Fortunato Galtieri. ¿Cuántos de los apaleados, gaseados y detenidos de la escena precedente colmaban esa plaza con ilusión de gesta?
Delante del mismo Galtieri me cuadré días después en el 8º piso del edificio, clavando los tacos al grito pelado de:
-¡Buenos días, mi teniente general!
Con la mano en mi hombro al pasar, contestó:
-Descanse, pibe, que vamos a ganar.
En la Sala de Situación contigua se reunían los jefes máximos de una locura consensuada por la sociedad civil en la que moriría gran parte de la Compañía de Defensa de la VII° Brigada Aérea de Morón, un montón de misioneros gringos o guaraníes que, mientras compartimos mis únicos cuarenta y cinco días de instrucción, no se quejaban por la comida ni por las sábanas ni por nada.
En cada una de dichas cumbres estratégicas del 8º se bajaban trago a trago una botella entera, por lo menos, de Johnny Walker etiqueta roja. Fui testigo y algo más. Mi servicio a la Patria incluía el armado de las bandejas: el whisky, el hielo, la gaseosa en jarra, los sandwichitos de miga, los vasos...
Detalle destacable: el jefe de la Compañía Mixta del Estado Mayor Conjunto era el capitán del ejército Luciano Benjamín Menéndez, hijo. Su padre aún decidía sobre la vida y la muerte de los cordobeses, los santiagueños y los santafesinos. Su tío, Mario Benjamín Menéndez, “gobernaba” Puerto Argentino.
Mi amigo, colega, escritor y ex director de NOTICIAS, Jorge Fernández Díaz, me propuso alguna vez que con aquellos recuerdos debería escribir un cuento. “Algo tenés que hacer con ese dictador y esas botellas de whisky tan cerca”, me dijo. Le hice caso. En mi novela “Locos de amor, odio y fracaso”, le regalé mi vívida experiencia al protagonista, Mito Valdivia, para que hiciera con ella lo que le ordenara la ficción. Valdivia decidió asesinar al general Galtieri… Perdón… Al general Madero, quise decir. O no.
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Las Fuerzas Armadas suspendieron de facto la prórroga al servicio militar que Mito había había tramitado “por razones de estudio”. Arrancaba 1982. Los jerarcas del régimen tenían decidido eternizarse en el poder invadiendo las Islas del Sur, apropiadas por los británicos en 1833.
Le quedaba ridículo el uniforme de marinero. Lo destinaron a la sede del Comando Superior Unificado, dependencia que coordinaba las operaciones del Ejército, la Armada y la Aeronáutica. En su efímero paso por la guardia del edificio, tuvo de jefe a un joven capitán que era hijo de El Chacal Cordobés, aquel general temible que asoló el territorio donde vivían su familia y la de Clara. Al mes fue reubicado en el octavo piso, donde, tras declararse la guerra, pasó a funcionar el Estado Mayor de las tropas con el Presidente de la Nación a la cabeza.
Por lo bajo, al mandamás anticonstitucional lo apodaban El Mariscal Etílico. El “soldado clase 61 Valdivia Anselmo” comprobaría muy pronto la razón, ya que pusieron a su cargo el armado de las bandejas para las cumbres bisemanales de la comandancia superior con sándwiches de miga, gaseosas y una botella de whisky escocés que volvía siempre vencida, no tanto por las certezas de batir al enemigo sajón.
Apenas completó el primer servicio, a Mito lo asaltó la idea fija de asesinar al presidente: el teniente general Alfonso Madero era el único bebedor de whisky. Clara lo trataba de chiflado por la ocurrencia. Aunque se divertía especulando, los dos desnudos en la cama durante las noches de franco, sobre si la mejor alternativa sería la estricnina, el bórax, la warfarina o el cianuro.
-En cualquier caso, moriría como una rata -se reían.
Pero lo del conscripto Valdivia iba en serio. Se inclinó por inyectar estricnina en el servidor plástico de la botella. El efecto de dolores, arcadas y convulsiones sería fulminante, pero los médicos tardarían en determinar que no se trataba de un síncope cardíaco. Debía planificar las cosas paso a paso, con horarios estrictos y las rutinas habituales del personal de turno en la cabeza; conseguir el producto, la jeringa, la aguja, los guantes quirúrgicos y algo más importante aún: la firme determinación de fugarse y cómo hacerlo. Eligió la escalera de incendios hasta el garage, escurrido entre los autos hasta la puerta de chapa del fondo que daba a las otras cocheras, las del Ministerio de Hacienda, y de ahí a la calle y a la terminal en un taxi y al exilio en ómnibus y al fin a pie por el Puente Internacional entrerriano, lo más tranquilo. Tal vez en poco tiempo podría regresar como un héroe. Dejar a Clara sola y expuesta lo frenaba.
Tomó coraje bajo una premisa convincente. Alguien debía terminar con toda aquella locura de sangre y fuego, marcar un antes y un después en la historia del fracaso nacional. Estuvo más de dos meses masticando cada movimiento. La derrota en las Islas cayó como una bomba. En el país y en el centro de su plan. Decidió ejecutarlo en la primera reunión del Estado Mayor posterior a la capitulación.
Malvinas: Edi Zunino recuerda sus días de soldado en 1982
Estaba ansioso. Angustiado. Llegó antes del amanecer al edificio militar, con todos los implementos necesarios para su obra en una bolsita dentro del morral. Lo guardó en el gabinete con candado del vestuario donde se cambiaba, entre los baños y la cocina del octavo piso, y aguardó con unos mates, ahí mismo, la hora de armar las bandejas.
Era la segunda vez en su vida que tenía ganas de matar a alguien. La primera había sido aquel domingo del ’76 en que su padre, sacado de celos y alcohol, tomó del cuello a su mamá y estaba a punto de pegarle una trompada: lo retiró apuntándole a la cabeza con la Bersa 22 que el viejo guardaba en la biblioteca, tapada por las “Obras completas” de Lisandro de la Torre. Con eso se torturaba cuando el suboficial de turno trajo las cajas con el catering. Extrajo de una de ellas el paquete de los sándwiches. Un sudor pastoso, helado, le corría por la espalda y la frente. En la caja de las bebidas había tres gaseosas y una botella de chablis frapé, de esas marrones con cuello largo. Ni rastros del whisky. No entendía nada. Corrió alterado a preguntarle al sargento, con la excusa de evitar que lo castigaran a él por el error.
-Menos mal que va a ser periodista, milico… ¿No escuchó la radio? El Mariscal Etílico ya no es más presidente. Lo voltearon. Bien hecho. ¡Con la vergüenza que nos hizo pasar el hijo de una gran puta! -casi lo desmaya la noticia. Los ingleses y las internas castrenses habían resultado un veneno más veloz que la estricnina para la carrera del teniente general Madero.
-Hay fracaso nacional para rato -se animó a decir, con depresivo alivio, antes de acomodar en la bandeja el vino blanco para Remigio “El Comodoro Pacto” Avignolo, que estaba entrando a la sala de reuniones con la banda presidencial recién puesta sobre el uniforme de gala de la Fuerza Aérea.
-¡Festeje, milico, usted es civil! ¿O no quiere debutar en las urnas? Ahora se viene la apertura, nosotros ya fuimos -toreó el suboficial.
-Sí, sí, sargento… No me dé bolilla.
*Director de Contenidos Digitales y Audiovisuales en Editorial Perfil.
ANEXO | Material de archivo: la propaganda política de la dictadura por Malvinas
ANEXO | Material de archivo: audios históricos de la guerra de Malvinas
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