La pandemia ha incrementado la violencia en el mundo y se nota, incluso, en el modo de habitar las calles. Pero vamos, ya venía de antes: 21% de los peatones no respeta ni senda peatonal ni semáforo, 40% usa su celular al cruzar la bocacalle y ninguno mira a ambos lados antes de avanzar . A su vez, 55% de los conductores no ceden el paso a los peatones, donde hay semáforos y casi 90%, donde no los hay.
Un indicador del cambio es que la tolerancia al conductor que no arranca de inmediato al pasar el semáforo al amarillo/verde, se merece el electroshock de un bocinazo. Es claro que detenerse en el semáforo es regla y no sólo debido a los harto injuriosos multas y acarreos. Es que el molesto impedimento es precisamente lo que te permite llegar a destino y a salvo. A eso se lo llama cultura: la prohibición habilita. A su vez genera una costumbre que se incorpora en el automatismo del conducir y en la actitud. Sólo hay que frustrarse un poco, aguantar la ansiedad y aceptar que el otro también quiere llegar a algún lado.
Pero observo, cada vez más, una furiosa intolerancia a la espera que, si te demorás apenas un segundo, recibís golpes de claxon de aquellos que levantan muertos y te inundan de chorros de adrenalina y cortisol. Hay quienes amablemente te espabilan con un leve toque, son los menos.
Normas viales: ¿Se respetan igual siendo conductores o peatones?
También has registrado a los autos detenidos en doble fila en las escuelas, los niños deben bajar o subir y no hay otros espacios para aparcar, menos en el “rush hour” escolar de las 8 o las 16. Conductores ajenos desesperan en obligada espera y apenas uno dispara su corneta, los demás hacen coro, cual contagio neurológico y extraña grupalidad, en una sonoridad que supera los bronces de la orquesta wagneriana o jazzística. Dado que esa bocina no logra obviamente ningún efecto, debe ser otra cosa: una descarga pulsional que amortigüe esa súbita frustración y sí, también la deriva de la angustia: “Tenés que irte de adelante aunque no puedas, esfumate o te llevo por delante y destruyó”. Lo observaste: aunque descargue, queda más cargado aún. Es cierto que el tránsito castiga en su mortal lentitud y atasco, sin hablar de las marchas y contramarchas. Pero hay algo allí: la presencia del otro sin rostro es la causa de mi infortunio y debo resolverlo antes de que yo mismo caiga. ¿Será que la furia sostiene?
Ya se torna en despropósito, cuando en la autopista se pega un auto a la culata de otro a alto bocinazo, pero de eso ya bien alecciona el lenguaje popular y sexista. Ni que hablar del regateo de clavar la punta del auto para imponerse y torcer voluntades. Dejalos pasar, pues necesitan ganar no se sabe qué prestigio, tiempo de vida o dominio a costa de uno. O sea, no pagues.
La misma ansia y urgencia habita a los peatones que, protegidos por la ley y alentados en sus derechos, olvidan la letra chica de las obligaciones. Atraviesan sus cuerpitos gentiles y los arrojan hacia los vehículos, en un arriesgado desafío: “Matame si te atrevés”. La gente baja al asfalto, arrima el cuerpo, calcula la trayectoria del auto y “pescuecea”- como se hace en la milonga para sacar o ser sacado a bailar - buscando su oportunidad. Suponen que el conductor hace bien sus cálculos: esa negociación que decide la acción, a partir de las velocidades recíprocas, aceleraciones y visión del espacio, así como la intención del peatón.
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Suponen mal, porque tanto el conductor como el peatón se distraen en su mar de pensamientos, sufren sus dramas y frustraciones, atienden la urgencia de su angustia o de su celular y calculan mal las distancias. Pero la gente entrega el cuidado de su cuerpo y alma al otro, y en un acto de fe - auto de fe- su vida la decide el que conduce. Es que éste también cree que el peatón se sabe cuidar. Quizás valga el apotegma del sabio Hillel - siglo II - que pescó el dilema. “Si no estoy para mí, ¿quién lo estará? Y si sólo estoy para mí, ¿qué soy?” que en otras palabras viene a decirnos: “cuidate y cuidame”.
Seguro que has vivido esta otra escena y descubriste que el tiempo que demora un conductor en retirar su auto del espacio en el que estaba estacionado en la calle, guarda directa proporción a la necesidad y urgencia del que quiere estacionar allí. Lo hace esperar adrede, que el cinturón, que el celular, que acomodarse, que buscar un no sé qué. Le cuesta dejar ese hogar transitorio, que va a dejar de ser suyo y debe dárselo al otro, que lo desea. “¡Ni por tapas te voy a dar el gusto!” No sólo le duele perder esa nada que apenas por un rato fue suya, sino que necesita gozar de ese pequeño poder y dominio sobre el otro, que sí es algo. Fácil trasladar esta miseria a otras realidades y relaciones que habitamos. Te la dejo picando.
Pero no todo es caóticamente despiadado. Los usos y costumbres consistían en que, si el conductor venía envuelto en su coraza de acero, era obvio que el peatón debía ceder el paso, pues apenas se recubría de su cuerpito gentil. Esto sigue existiendo en la jungla de asfalto, pero la ley que da prioridad al peatón empieza a hacer efecto en las maneras de conducir y en el ánimo.
Hoy día se destaca el amable ceder el paso a caminantes y madres con mil niños de la mano. Para algunos, hasta es un goce alegre, tan contrario al goce feroz del “arremeto con todo porque quiero, puedo y me impongo”. Pero atención, ambos goces satisfacen algo.
Hasta calienta el alma por partida doble: la amabilidad de ceder el paso se encuentra con el agradecimiento del caminante. No es poco. Es un nuevo diálogo urbano que puede alegrarte el día. Probalo y verás.