¿Qué rumbo elegirá el Gobierno a partir del lunes para mejorar la gobernanza económica en los últimos dos años de gestión? ¿Buscará seguir con la lógica de “empujar con la barriga”, convencido que es posible convivir con inflaciones de 3-4% al mes y brechas cambiarias superiores al 100%? ¿Radicalizará sus propuestas, multiplicando los controles de precios hacia otros sectores y las restricciones sobre el dólar? ¿O sorprenderá con un giro de 180 grados, proponiendo un programa de estabilización y ordenamiento macro dentro de un acuerdo viable con el FMI? Es imposible saberlo, y semejante indefinición hizo crecer en estos meses las expectativas devaluatorias y la volatilidad financiera.
De los hipotéticos caminos poselectorales hay uno que está condenado al fracaso en su propio inicio. La “profundización del modelo”, con la que algunos sueñan, carece de instrumentos y, en especial, de financiamiento. Con un 50% de inflación, no es aconsejable tratar el problema con medidas exclusivamente sectoriales, en una lógica que multiplique las actividades controladas (hoy alimentos y medicamentos, mañana vaya a saber quién) “congelando” precios por tiempo limitado y desalentando la inversión. Tampoco una inyección de gasto que pretenda estimular el consumo, no solo por la imposibilidad de financiarlo sin más inflación, sino porque en estos meses se cerrará un acuerdo con el Fondo que basará uno de sus objetivos centrales precisamente en el equilibrio fiscal.
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En paralelo, con una brecha superior al 100%, es impensado que mágicamente se vuelvan eficaces nuevas restricciones sobre las operaciones con dólares financieros y, sobre todo, que el Banco Central esté en condiciones de sostener los niveles actuales de intervención diaria en esos mercados. Lo más probable es que una radicalización conlleve a una dinámica dolarizadora aún más agresiva de los inversores que demande del Banco Central crecientes intervenciones y, así, una pérdida aún más acelerada de reservas. En estos límites dados por la ausencia de financiamiento suficiente, en dólares y en pesos, radica la inviabilidad de esta estrategia, aun cuando la nostalgia todavía pueda pesar en algunas decisiones del poder.
Cerrada esta opción, podría existir la tentación de creer que una señal concreta de acuerdo con el FMI antes de marzo será suficiente para comenzar a ordenar las expectativas privadas en los meses de verano. Quizás se confundan algunas mejoras puntuales en los precios de los activos financieros e incluso tranquilidad cambiaria en esos días por el eventual anuncio con una verdadera reversión del ánimo inversor, que requiere ver primero para después creer. La ilusión de que solo la cercanía de un arreglo con el Fondo calmará las aguas es riesgosa, porque da la sensación que es factible continuar dos años más con una peculiar visión de la teoría del “muddling through” de las ciencias sociales, por la cual los avances graduales, lentos, a dosis homeopáticas, resultan en ciertos contextos la mejor opción de política.
Es el mantra que desde siempre repite el ministro Guzmán: tranquilizar la economía. ¿50% de inflación y 100% de brecha soportan esta calma oriental? La dinámica de los precios contradice la hipótesis: la inflación núcleo, la relevante porque no toma en cuenta los regulados y estacionales, viaja a una velocidad crucero de 3,2% mensual en el último trimestre. Con esta inflación no puede existir una recuperación real de los ingresos en pesos, más allá de ciertas mejoras puntuales en los de los trabajadores registrados en estos meses. Si desde el lunes se confirma el probable escenario de reajustes de tarifas, combustibles y tipo de cambio (Fondo mediante) para los próximos meses, el cuadro desmejorará aún más.
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El riesgo de pensar en una convivencia duradera con estos niveles de inflación y su contracara, la brecha cambiaria, es no imaginar que ya se está a las puertas de ingresar en otro régimen de precios, en un nuevo escalón donde habrá mayores presiones salariales, donde la duración de los contratos se acortará, donde aumentarán las demandas de gasto social y previsional. Toda negociación entre partes, en este régimen, se abrevia y la puja distributiva se tensiona. Un solo dato para comprender el contexto: según el Indec, la participación de los trabajadores en el ingreso cayó 12 puntos porcentuales entre 2016 y 2021, pasando de 52% al 40%. Si la inflación se acelerara, esa participación seguirá cayendo y, peor aún, la pobreza ya no será del 40%.
Éste, no otro, es el dilema. Cómo resolver la tensión extrema entre la necesidad de ordenar la macro, bajando la inflación, cerrando la brecha cambiaria y logrando un sendero creíble de reducción del déficit fiscal, con una fuerte demanda de distribución que descomprima la brecha social. Se sabe que estabilizar tiene costos sociales. Cómo distribuirlos, a quiénes asistir en la transición, por cuánto tiempo son preguntas complejas de responder.
Son decisiones políticas duras, que es mejor tomarlas antes que después. El equilibrio social ya no soporta errores de diagnóstico que innecesariamente aceleren los precios. Se está en un laberinto donde los voluntarismos se pagan muy caro. Entender que la economía transita por un desfiladero muy angosto, sin margen de error, será quizá la mayor contribución que pueda hacer la política en estos tiempos. Puede evitarse una nueva crisis.
*Economista y presidente de Analytica Consultora.