BEIJING – Según el presidente estadounidense Donald Trump, su reciente encuentro con el mandatario chino Xi Jinping —el primero de su segundo mandato— fue “asombroso”. Aunque Trump prometió presionar al principal competidor geopolítico de Estados Unidos, ocurrió lo contrario. En conversaciones con destacados académicos y exmilitares chinos en Pekín, todos coincidieron en que la estrategia internacional de Xi ha sido reivindicada y que un mundo multipolar y fragmentado favorece claramente a China.
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Desde la óptica china, el planeta atraviesa una prolongada fase de contraglobalización. Pese a que el país basó su crecimiento en las exportaciones, sus dirigentes no parecen preocupados. Consideran que el orden posterior a la Guerra Fría —que buscaba un mercado global unificado y la expansión de la democracia liberal y los derechos humanos— dio paso a tres grandes bloques: una América del Norte liderada por Washington, una Europa aún en redefinición y una amplia esfera china que abarca el sudeste asiático, África, América del Sur y el resto del Sur Global.
En lugar de una expansión democrática, Pekín anticipa una mayor difusión del autoritarismo y de las democracias iliberales. La soberanía nacional, sostienen, se ha impuesto sobre los derechos individuales, incluso con Estados Unidos mostrando rasgos autoritarios. Esta tendencia ha reducido los temores de los líderes autocráticos en todo el mundo.
Asimismo, los interlocutores chinos prevén una política internacional cada vez más personalista e impredecible, dominada por las ambiciones y carismas de figuras como Trump, Xi, Narendra Modi, Mohammed bin Salman o Recep Tayyip Erdoğan, más que por las instituciones o normas heredadas de la posguerra. Las relaciones entre Estados dependerán más de los intereses personales que de los nacionales: habrá acuerdos, no tratados; egos, no ideologías.
En este contexto, los estrategas chinos atribuyen a Trump un papel clave en acelerar este nuevo orden. Su proyecto “América Primero” busca delegar la contención de las potencias rivales en actores regionales —Europa frente a Rusia, Japón y Australia ante China, Israel y los estados del Golfo frente a Irán—, mientras el propio Trump cultiva relaciones directas con los grandes líderes mundiales.
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Para China, este escenario es favorable: lleva tiempo preparándose para un mundo de desorden. Algunos incluso ven en Trump una oportunidad histórica para negociar sobre Taiwán, poniendo fin a su independencia de facto a cambio de un compromiso difuso de estabilidad regional. Sin embargo, el modelo de esferas de influencia también implica riesgos: competencia tecnológica feroz, sanciones secundarias y disputas jurisdiccionales. Por eso, Pekín estudia las vulnerabilidades estadounidenses y busca sus propios “naipes ganadores”, como el control de las tierras raras, que ya obligó a Washington a negociar en términos más favorables para Xi.
A pesar de la confianza exterior, los expertos reconocen grietas internas: el crecimiento económico se desacelera, la confianza del consumidor es baja y las deudas locales alcanzan niveles alarmantes. Un concepto que se repite en las conversaciones es la “involución”, esa competencia agotadora entre empresas que ha llevado a la deflación y a una sensación generalizada de estancamiento. Los jóvenes, en particular, han perdido la fe en un futuro mejor.
El verdadero desafío para China podría no ser el diseño del nuevo orden mundial, sino la manera en que Xi Jinping gestione la paradoja entre su fortaleza externa y su fragilidad interna.
*Por Mark Leonard, director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores y autor de La era del desorden: cómo la conectividad genera conflicto (Bantam Press, 2021).
Project Syndicate.