LISBOA – “Vamos a matar a las personas que traen drogas a nuestro país”, declaró recientemente el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la Casa Blanca. Su administración ya había comenzado a hacerlo mediante ataques aéreos en el mar Caribe y el Pacífico oriental, destruyendo embarcaciones sospechosas de contrabando y matando a sus tripulantes —al menos 64 personas hasta ahora—. Con Trump amenazando con operaciones similares en tierra, toman forma los contornos de una nueva y violenta doctrina de política exterior estadounidense.
Trump ordenó ataques en el Pacífico: EE.UU. hundió cuatro embarcaciones y dejó 14 muertos
Esta doctrina evoca la proclamada por James Monroe en 1823, que sostenía que Estados Unidos consideraría cualquier intervención extranjera en América —especialmente el colonialismo europeo en América Latina— como un acto hostil. En 1905, Theodore Roosevelt amplió la idea con su “corolario a la Doctrina Monroe”, según el cual Estados Unidos tenía la “responsabilidad de preservar el orden y proteger la vida y la propiedad” en el hemisferio occidental.
Lejos de sonar benevolente, Roosevelt ya había afirmado en 1904 que, como “nación civilizada”, Estados Unidos podía verse “obligado” a ejercer un “poder policial internacional” frente a disturbios o “faltas” en países latinoamericanos. En otras palabras, el país del norte se arrogaba el derecho de decidir qué conducta era aceptable en las naciones soberanas de su “esfera de interés” y de castigar a quienes no obedecieran.
Las paralelas con el enfoque de Trump son evidentes. Además de los recientes ataques aéreos —a menudo cerca de aguas venezolanas—, su gobierno ha renovado las acusaciones de que el presidente Nicolás Maduro lidera un “cartel narco-terrorista”. Sumado al despliegue militar estadounidense en el Caribe —con buques de guerra, aviones de combate y tropas—, parece claro que Washington no solo busca frenar el narcotráfico, sino también promover un cambio de régimen.
Sin embargo, existen diferencias clave. Cualquier “deber moral” que invocaba la antigua doctrina ha sido reemplazado por una lógica coercitiva y egocéntrica. Así, el Canal de Panamá es un centro estratégico que Estados Unidos estaría “recuperando”; México debe hacer “lo que se le diga”; Brasil sería castigado con un arancel del 50% por juzgar a Jair Bolsonaro; y Canadá, al que Trump quiere como “51º estado”, enfrenta la suspensión de negociaciones comerciales por un simple anuncio televisivo en Ontario.
Mientras tanto, Trump ha autorizado un rescate de hasta 40.000 millones de dólares para la Argentina, con el fin de apuntalar a su aliado ideológico, el presidente Javier Milei. El secretario del Tesoro, Scott Bessent, calificó la operación como parte de una nueva “Doctrina Monroe económica”. Las expresiones de gratitud de Milei —recién victorioso en las elecciones de medio término— alimentan el ego de Trump y refuerzan el liderazgo estadounidense en la región, a la vez que evidencian la pérdida de autonomía latinoamericana.
Esta visión refleja una concepción jerárquica de las relaciones interamericanas: los países se ordenan según los beneficios y la obediencia que ofrezcan al poder dominante. A diferencia de presidentes anteriores que intentaron equilibrar el idealismo de Woodrow Wilson con el realismo de Roosevelt, Trump fusiona ambos impulsos en un credo explosivo: excepcionalismo sin responsabilidad ni límites.
Otro rasgo distintivo es el peso del populismo interno. Así como dice combatir al “enemigo interno” —ya sea desplegando la Guardia Nacional o usando la justicia contra sus adversarios—, Trump afirma defender a su país del “enemigo” exterior. Al subordinar el hemisferio occidental a su voluntad, busca reforzar su autoridad dentro y fuera de Estados Unidos. Su llamado a que el Ejército adopte una “ética guerrera” y su decisión de rebautizar el Departamento de Defensa como Departamento de Guerra van en esa dirección.
Las implicancias superan a América Latina. Para Trump, reunirse con Xi Jinping no implica diálogo entre rivales, sino una transacción entre “amos de dominios”. Por eso considera provocaciones la presencia china en Cuba y Panamá o su inclusión de América Latina en la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Aunque China no acepta las fronteras que impone Trump, ambos comparten una visión basada en el poder sobre las reglas. Décadas de esfuerzos por subordinar la fuerza al derecho se desmoronan.
El nuevo orden no es bipolar, sino multipolar con dos centros de gravedad: Estados Unidos y China. En torno a ellos orbitan potencias intermedias —como Brasil, India, Indonesia o los Estados del Golfo— que buscan no ser arrastradas a ninguna órbita. Si logran cooperar, podrían evitar que el siglo XXI derive en un sistema feudal donde la fuerza hace el derecho, y construir un orden plural regido por normas.
Europa enfrenta un desafío formidable. Su aliado histórico ahora ve el Estado de derecho como un obstáculo y los compromisos de seguridad como herramientas de presión. Pero, en lugar de lamentarse, el continente debe adaptarse, invertir en defensa, tejer alianzas más allá del Atlántico y cooperar con quienes compartan su fe en un orden internacional basado en reglas.
(*) Por Ana Palacio, exministra de Relaciones Exteriores de España y ex vicepresidenta sénior y asesora general del Banco Mundial.
Project Syndicate.