Año nuevo, vida nueva. ¿Cuántas veces escuchaste esta frase? Más importante: ¿cuántas veces la repetiste sin creerla del todo? Las resoluciones de año nuevo son un ritual global, un manifiesto colectivo de intenciones que casi nunca se cumplen. Pero ahí estamos, escribiendo listas en la última semana de diciembre como si fueran hechizos mágicos capaces de cambiar nuestra vida por completo.
Hay algo casi religioso en este acto. Nos sentamos frente a una hoja en blanco y prometemos que este año sí: vamos a ir al gimnasio, comer más saludable, leer más libros, ahorrar para ese viaje pendiente. En enero somos la mejor versión de nosotros mismos, al menos en nuestras cabezas. Pero llega marzo, y esa lista, cuidadosamente guardada en una agenda, ya acumula polvo. Para junio ni te acordás dónde la dejaste.
¿Por qué seguimos apostando a las resoluciones? Porque nos gusta la ilusión de control. Enero nos hace creer que podemos empezar de cero, que el simple cambio de un número en el calendario tiene el poder de resetearnos. Pero la vida no funciona así. No somos versiones de software que pueden actualizarse con un click. Somos humanos, llenos de contradicciones y hábitos difíciles de cambiar.
¿Es culpa nuestra o de la presión social que nos dice que siempre tenemos que mejorar?"
Hay algo muy irónico en esto. Nos juzgamos por no cumplir nuestras resoluciones, pero rara vez nos preguntamos si esas metas eran realistas en primer lugar. Queremos correr una maratón, pero ni siquiera nos gusta caminar. Soñamos con ahorrar, pero seguimos comprando cosas que no necesitamos para impresionar a gente que ni siquiera nos importa. ¿Es culpa nuestra o de la presión social que nos dice que siempre tenemos que mejorar?
Las redes amplifican esta trampa. Ahí están los influencers con sus propósitos perfectamente empaquetados: “Este año voy a priorizar mi paz mental” o “voy a dedicarme más tiempo a mí misma”. Todo acompañado de fotos con luz perfecta y hashtags. Pero la realidad es mucho menos fotogénica. La mayoría de las resoluciones no son actos de autoamor, sino de autoexigencia. Queremos ser mejores, pero muchas veces ni siquiera sabemos por qué.
En mi caso, cada diciembre me encuentro haciendo las mismas promesas. Me digo que este año sí voy a leer más, desconectarme más, vivir más el presente. Y durante un tiempo lo intento. Pero, al final, vuelvo a los mismos hábitos.
Porque la verdad es que cambiar no es algo que pase en un mes ni porque lo decidamos frente a una copa de espumante. Cambiar es incómodo, lento y, sobre todo, desordenado.
El problema no está en las resoluciones, sino en cómo las entendemos. Las tratamos como contratos que debemos cumplir al pie de la letra, en lugar de verlas como ideas flexibles, puntos de partida para algo más grande. Queremos resultados inmediatos, pero lo que realmente necesitamos es paciencia.
Entonces, este año, cuando llegue el momento de hacer tu lista, pensalo dos veces. ¿Lo estás haciendo porque realmente querés cambiar algo o porque sentís que es lo que tenés que hacer? Quizás la mejor resolución de todas sea simplemente dejar de hacer resoluciones. O, al menos, dejar de tomarlas tan en serio. La vida no se mide en metas cumplidas, sino en cómo la vivimos. Y eso, por suerte, no depende de un calendario.