Tras su declaración en China continental hacia finales del 2019, el brote de enfermedad por coronavirus (COVID-19) impactó de manera contundente en el mundo social: las asimetrías y desigualdades sociales se aceleran, las interacciones se adaptan a la socialidad remota y virtual y a los conflictos por hipercercanía en las unidades de convivencia; asimismo, las organizaciones y los sistemas de protesta transitan contradicciones insoslayables entre oportunidades y reclamos extraordinarios y condiciones que impiden su realización habitual. La sociedad mundial, por su parte, no muestra hasta el momento indicios de cambio estructural, pero exhibe tendencias y signos dispares en sus ámbitos principales donde conviven crisis extremas (salud, deportes y economía) y crisis ralentizadas (educación y derecho) con escenarios impasibles (arte y moral) o claramente positivos (mass media, ciencia y religión).
Entre estos escenarios sociales asociados con la pandemia, el sistema político ofrece uno singular. Sus tendencias contienen vaivenes raudos y procesos pendulares sin correspondencia con lo observado en otros ámbitos sociales. Para describirlas, conviene analizar el desarrollo de la pandemia en tres fases:
La primera fase fue de oscilación y se caracterizó por la existencia de un repertorio vasto y heterogéneo de comunicaciones sobre el nuevo coronavirus (n-CoV-19/SARS-CoV-2). En esta etapa predominó la subestimación del riesgo epidemiológico y la externalización cultural del peligro, y pudo observarse una dispersión fuerte de la comunicación política al respecto, tanto en gobiernos como en oposiciones. En esa diversidad, coexistieron medidas férreas de confinamiento y el más descarnado desinterés por la prevención y gestión anticipada de la crisis sanitaria, sea a escala internacional y regional, sea a escala nacional y sub-nacional.
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La fase de shock pandémico se destacó por el abandono abrupto de la oscilación y la conformación del SARS-CoV-2 y de la COVID-19 como un riesgo de la sociedad mundial, hecho que aconteció una vez que la OMS lo declaró pandemia y el brote llegó a las potencias occidentales. En esta fase, pudo observarse un proceso inédito de centralización política, que se dio de manera simultánea en los gobiernos a cargo de administraciones nacionales. El tipo de decisiones colectivamente vinculantes requeridas por el shock se encuentra en la base del proceso, pues reforzó las instancias políticas capaces de tomarlas y disparó un proceso global, espiralado y acelerado, que hizo epicentro en cada uno de los gobiernos a nivel nacional, e intensificó la dependencia de las instancias gubernamentales sub-nacionales. La centralización del proceso en el gobierno condicionó la política de oposición, ya que introdujo una distinción entre quienes gobernaban unidades sub-nacionales y quienes no lo hacían. Los primeros enfrentaron esta bifurcación: alinearse con las decisiones nacionales, lo que conducía a escenarios de declamada “unidad nacional”, o proponer alternativas de gestión, lo que planteaba espiralamientos disociados de las decisiones y enfrentamientos por la reducción de daños.
La fase de pandemia de larga duración se caracterizó por la proyección del brote en el tiempo y por el aflojamiento paulatino de la tensión episódica del shock, pese a que la situación sanitaria empeoró. En esta fase se observa un deterioro acumulativo de la centralización política provocada por el shock y un des-espiralamiento respecto de las decisiones gubernamentales. Esto reordenó el campo de las oposiciones nuevamente. Sea por la vía del relajamiento, sea por la del endurecimiento de las medidas, las oposiciones reiniciaron o profundizaron la diferenciación política respecto de la gestión de crisis encabezada por gobiernos y administraciones de nivel nacional. Un elemento emergente es la aparición en la escena pública de actores políticos, habitualmente marginales y minoritarios, que profundizaron el deterioro interpelando por igual a gobiernos y a oposiciones con representación.
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La relación entre dinámica política y Estado, una de las estructuras más complejas del sistema político, fue parte de este proceso vertiginoso y pendulante. Para indagarla, analizamos el papel desempeñado por las capacidades del Estado en estas cambiantes coyunturas. Durante largas décadas, soportamos programas políticos y discursos públicos centrados en la reducción de las capacidades institucionales, técnicas, administrativas y políticas del Estado. Tecnócratas monetaristas y militantes progresistas, círculos académicos prestigiosos y medios de comunicación globales creyeron en el éxito de aquellos programas y discursos, y asumieron que la reducción del Estado tenía el rango de status quo en nuestros días. La dinámica política dela pandemia falsó todo ese universo de presunciones y expuso ante los ojos del mundo que las capacidades del Estado estaban intactas, no reducidas, y que habían permanecido a la mano de la acción política de cualquier gobierno todo este tiempo, fuera cual fuera su extracción política, su programa ideológico y su territorio administrado. Dicho esto, se observan en el decurso de la pandemia dos momentos en la relación entre dinámica política y capacidades del Estado:
Un primer momento, correspondiente con el shock pandémico, caracterizado por una repolitización abrupta de las capacidades del Estado y un uso expansivo y espiralado de ellas durante la centralización decisional del proceso político. En ese momento, en medio de la repolitización acelerada de la acción estatal, irrumpió un primer activo político específicamente pandémico, a saber: la administración y gestión eficientes de la salud pública y de las necesidades básicas insatisfechas (NBI).
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Un segundo momento, congruente con la fase de la pandemia de larga duración, caracterizado por la despolitización paulatina de las capacidades repolitizadas y por un uso cada vez más restringido y limitado de ellas en la acción gubernamental y política en general. En ese momento, surgió un segundo –y preocupante– activo político propio de la pandemia, como lo es el equilibrio entre relajación y confinamiento y la administración de la tasa de letalidad –y ya no de la frecuencia de contagios–. En contraste con el primer activo, este se forjó bajo el fuego de la despolitización paulatina de las capacidades repolitizadas durante la pandemia de larga duración.
La pandemia mostró, aquende los discursos neoliberales de derecha y de izquierda, que las capacidades del Estado permanecían disponibles en tanto que funciones latentes del sistema. Ellas dependen de la dirección política, pero no en su existencia, sino en su implementación, y suponen grados considerables de autonomía respecto de los discursos públicos y los programas de dirección política que las tienen por objeto, sean de gobierno, sean de oposición. Dicho de otro modo: no hay Estados fuertes o Estados débiles, sino acciones políticas fuertes o débiles que seleccionan determinadas capacidades del Estado para articularse, y no otras.
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A modo de cierre, tomando como referencia los temas tratados aquí, se entrevé en el horizonte político de corto plazo la llegada de las vacunas. Ellas serán un nuevo activo político, reordenarán las articulaciones entre actores y al entrar en escena inaugurarán una nueva fase de la pandemia, donde virus/enfermedad y soluciones farmacológicas convivirán durante un tiempo cuya extensión es difícil prever. Las capacidades del Estado desempeñarán un papel neurálgico en esa coyuntura, pero su selección e implementación estarán condicionadas por el grado de deterioro y despolitización que haya alcanzado la pandemia de larga duración. Lo cual planteará un dilema al sistema político: ensayar una segunda -e incierta-centralización decisional y repolitización de las capacidades del Estado, asumiendo riesgos políticos de corto plazo y peligros de largo plazo, o gestionar la despolitización y administrar la solución de manera restringida y enfocando de manera sucesiva los distintos grupos poblacionales, que serán ponderados según la exposición a la enfermedad y la estrategia electoral asumida, lo que permitiría externalizar el peligro sanitario y amortiguar los costos políticos de corto plazo.
* Investigador Adjunto del CONICET. Docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.