No pensamos con frecuencia en que habitamos una esfera iluminada que gira sin cesar, indiferente al destino de reyes, presidentes y magnates. Y que esa esfera, la Tierra, y su movimiento han forjado, a precio de exactitud y conveniencia, el mapa invisible que marca nuestros planes: las zonas horarias. Un invento práctico y, si se lo observa en sí mismo, bastante poético.
En estos días, el tema volvió a instalarse en los medios argentinos a partir de un proyecto legislativo que propone atrasar una hora el huso horario oficial, para alinearlo mejor con la luz solar y los ritmos biológicos. El debate, reavivado también por posteos virales que muestran el desfase horario en regiones como San Rafael, Mendoza, pone de relieve hasta qué punto el tiempo que marca el reloj puede alejarse del que marca el cielo.
Con la Encyclopedia Britannica pudimos repasar que la idea de dividir el mundo en zonas horarias fue introducida por primera vez en el siglo XIX por Sir Sandford Fleming, un ingeniero originario de Canadá. Hasta entonces, cada ciudad o región utilizaba una hora local determinada por la posición del Sol, lo cual generaba desorden, en particular para el funcionamiento de los trenes y los sistemas de comunicación. La Tierra rota 360° en veinticuatro horas, lo que sugiere que cada quince grados de longitud debería corresponder a una hora de diferencia.
Diego Golombek, sobre el cambio de horario: "A los argentinos no nos gusta cenar con luz"
De este laberinto matemático nació la idea: dividir el mundo en 24 franjas desde el Polo Norte al Sur, cada una con su hora propia. Un orden racional, presentado en 1869 por el maestro estadounidense Charles F. Dowd y más tarde abrazado por los ferrocarriles de Estados Unidos en 1883. Un año después, en Washington, una conferencia internacional decretó que el meridiano de Greenwich sería el punto cero. Así se consolidó la estructura moderna del tiempo.
Pero la geometría terrestre rara vez comparte la pulcritud del papel. Los límites de las zonas se retuercen: responden más a geopolitismos que a meridianos perfectos. De hecho, se documenta la existencia de zonas con medias o cuartos de hora de diferencia, en lugares tan diversos como India o Irán. El reloj político no siempre sincroniza con el sol.
En el fondo, pone en tensión dos tipos de tiempo: el solar, íntimo y singular, medido por la rotación, y el legal, colectivo y artificial, regido por convención humana. Ahí se encuentra la belleza incómoda de nuestro sistema: buscamos la unidad mediante lo que históricamente significó fragmentación. El propio Sandford Fleming, ingeniero que promovió la idea de los husos horarios y el uso del horario de 24 horas, comprendió que unidad de tiempo geológico y engranaje pueden convivir en una misma noción.
La educación podría jugar aquí un rol clave: facilitar la comprensión del concepto de tiempo y su construcción social. Es una oportunidad invaluable para contribuir a los ejercicios que procuran desarrollar el pensamiento crítico de los estudiantes. Apreciar la interacción entre ciencia, política y cultura. Introducir estos temas en el aula abre el camino para reflexionar sobre cómo construimos nuestra realidad y cómo los sistemas aparentemente neutrales están cargados de decisiones humanas.
En el contraste del reloj interior y el civil es probable que encontremos la oportunidad de revisar, con una mirada menos geopolítica y más humanista, la lógica que determina los husos horarios. Preguntarnos si el tiempo oficial responde todavía a los ritmos de la vida.
Hay países —como Venezuela, India o Corea del Norte— que ajustaron su zona horaria más por razones simbólicas que prácticas, y hoy pagan el precio de una desconexión sutil entre la hora que marca el reloj y el sol que marca el cuerpo.
En este punto, la denominada “cronobiología” nos ofrece una advertencia relevante: la luz de la mañana es la que más ayuda al cuerpo a sincronizar sus procesos físicos y mentales. Vivir con un huso mal alineado con la salida del sol no es una simple rareza técnica: puede afectar el sueño, el aprendizaje, la salud y el estado de ánimo.
En tiempos de relojes inteligentes y bots, no sería descabellado que organismos multilaterales como la ONU lideraran una revisión global de los criterios y buscar que cada país, más que tener su “tiempo”, tenga su mejor huso horario.
Una coordinación flexible que ajuste las distorsiones entre la hora legal y el tiempo solar medio, y considere patrones culturales, productivos, escolares y biológicos. Para que vivir en una hora no sea solo una convención política sino una experiencia armónica entre el cuerpo, la sociedad y el cielo.
Mencionamos antes los patrones productivos y escolares porque, ciertamente, el enfoque invita a repensar los horarios de las instituciones y trabajos, en cómo las zonas horarias influyen en el aprendizaje y la productividad. Adaptar los horarios educativos a la realidad biológica y social de cada región podría mejorar el rendimiento académico y contribuir al bienestar integral de estudiantes y docentes.
Como ha señalado el científico Diego Golombek, cambiar el huso horario para favorecer una mayor exposición a la luz matinal podría tener beneficios significativos, especialmente en los más jóvenes.
En definitiva, el huso horario es, además de una coordenada en el mapa, una confesión de cómo queremos habitar el mundo. La premisa: alinear el ritmo de una sociedad con los ciclos que la sostienen. Hay en esa línea imaginaria que divide los días una oportunidad concreta de reconciliar lo natural con lo normativo, la biología con la política, el amanecer con la campana escolar.
Tal vez sea hora -literalmente- de comprender que el tiempo no se impone: se acuerda. Y que solo quienes logran sincronizar sus relojes con la luz que los despierta y con los ritmos reales de la vida cotidiana pueden aspirar a una organización del tiempo que sea funcional e inteligentemente vivible.