—En la película “Solos en la madrugada”, un film casi simbólico de lo que fue la apertura democrática española, se cuenta la historia de un programa de radio, y en algún momento se escucha un anuncio publicitario en el que el locutor dice “sea de derechas”. En la película, ser de derecha era casi una curiosidad. ¿Cambió de los 80 a hoy?
—España entra en un proceso de transición a la democracia a finales de los años 70. Son más de cuarenta años de sistema democrático y libertades en España. La derecha había iniciado un proceso de transformación ya a finales del franquismo con un sector aperturista que contribuye de manera decisiva a la llegada de la democracia. Las cortes franquistas hicieron lo que se llamó un harakiri. Se disolvieron y se inició un proceso importantísimo a través de una ley. La de reforma política promovida por Adolfo Suárez, el gran presidente de la transición, y una persona más desconocida para el gran público, Torcuato Fernández Miranda. Dentro del régimen franquista había personas y grupos que apostaban por la democracia y trabajaban por ella. A partir de ahí se inicia la gran etapa democrática y la mejor etapa de la historia española. Ahora estamos en un momento de gran crisis política institucional donde hay sectores de la izquierda radical incrustados en el gobierno que la ponen en cuestión, que intentan liquidar ese régimen de libertades, constitucional, pactado entre todos.
—En distintos estudios de opinión pública de Latinoamérica aparecía la idea de que para mucha gente, cuando se le consultaba si ser de izquierda era ser buena persona, se establecía una especie de condensación entre ambos conceptos. ¿Pasó algo comparable en España?
—No la hubo; la hay. La izquierda en España, como en tantos otros sitios, goza de un plus de superioridad moral por encima de los espacios liberales y conservadores. En España es la izquierda y el nacionalismo también. El nacionalismo español es centrífugo. Busca la ruptura y la segregación de la comunidad política española. Gozan de una legitimidad moral y de una superioridad moral probablemente porque son considerados las víctimas de la etapa franquista. Es algo que se arrastró a través de los años de la democracia. Lo expliqué con la imagen del tablero inclinado. En España la izquierda, incluso la izquierda más radical vinculada a organizaciones violentas como la organización terrorista ETA y ahora su partido político heredero que se llama Bildu, están en la parte alta del tablero increíblemente. En la parte baja del tablero están los partidos políticos liberales y conservadores que nunca apostaron por aquellas estrategias. Cuando se es liberal o conservador, en España, siempre está trabajando cuesta arriba como Sísifo arrastrando una roca que luego se cae y hay que volver a empezar para intentar conseguir que las ideas liberales y conservadoras lleguen a la actualidad y se plasmen en políticas concretas. Es una cierta anomalía dentro del sistema español y en muchos países del mundo, precisamente por esa identificación entre la izquierda y los buenos sentimientos. Se considera que la derecha no los tiene y que hace las cosas por, si no es por pura maldad, por conveniencia estrictamente personal. Es un gran equívoco.
—¿Cómo explicás que los nacionalismos de Latinoamérica sean de izquierda esencialmente y en el norte respondan a expresiones más de derecha?
—Hay nacionalismos de derechas y de izquierdas. En el fondo, el castrismo es una forma de nacionalismo: lo mismo sucede con el régimen de Nicolás Maduro. En Europa hay nacionalismos de derechas y de izquierdas que convergen. Son categorías que rompen los antiguos esquemas ideológicos. Hoy en día ya no estamos tanto en una batalla tradicional entre movimientos estrictamente de izquierdas igualitaristas y movimientos más de derechas sino entre quienes defendemos los órdenes democráticos liberales, es decir el orden de democracia, de Estado de derecho, los grandes valores de la Ilustración, y quienes están, en cambio, en las fórmulas populistas, identitaristas y también nacionalistas. Son esquemas distintos, y creo que rompen las divisiones tradicionales.
—¿En el hemisferio norte la derecha nacionalista cosecha adhesión en aquellos que temen perder calidad de vida y en los países subdesarrollados el nacionalismo y el proteccionismo se dan en quienes quieren ascender?
—El nacionalismo está en lo más atávico, recóndito y oscuro del ser humano. Si hacemos un poco de sociología, antropología, los seres humanos venimos de tribus, de pequeños grupos cerrados, de organizaciones pequeñitas que se fueron abriendo e intentando comunicarse con otros en el proceso civilizatorio. Desearon tener interés por el otro, buscar el comercio con los demás. El proceso de civilización es un proceso contra el instinto natural del ser humano hacia lo tribal y hacia, precisamente, ese espíritu nacionalista de protección de lo mío. ¿Y qué es lo que hacen estos movimientos populistas o el nacionalismo de izquierdas, de derechas? Apelar a esa visceralidad y a ese tribalismo y alentar los miedos. Temores basados en hechos objetivos, como miedo a la globalización, la pérdida de poder adquisitivo, otros que busquen ascender y se prometa que a través de un proteccionismo se protegen mejor las ganancias de una comunidad. Pero el mecanismo psicológico y el mecanismo básico es exactamente el mismo.
—¿A quién hubieras votado en las elecciones de los Estados Unidos?
—Hubiera votado por Joe Biden. No me siento identificada con Biden. Los entornos que forman parte de la mayoría que homologó Biden tienden al derrape identitario que a mí no me gusta nada. Hay una izquierda identitaria en Estados Unidos que rompe el demos en pequeños grupúsculos. Ese movimiento de ruptura de la comunidad política en grupúsculos distintos produjo una reacción pendular en sentido contrario que es efectivamente el nacionalismo de Trump, que busca crear una homogénea comunidad también política en otro sentido. No me siento identificada con ninguna de las dos corrientes ni con uno de los dos candidatos. Mi espacio es el del liberalismo clásico, lo que llamamos liberalismo en Europa, que en los Estados Unidos llaman liberalismo clásico para distinguirlo del progresismo o del Partido Demócrata. Un espacio que es antiidentitario, cívico, que busca la promoción del individuo dentro de la comunidad política y sus libertades. Los riesgos a los que estaba sometida la democracia norteamericana en estos últimos tiempos son mayores de un lado que de otro. Ahora empieza un proceso de profunda reflexión y reforma dentro de ambos campos. El Partido Republicano va a tener que hacer una profunda reflexión y una reforma interna y poner en pie un proyecto, insisto, antiidentitario distinto, pero también los demócratas tendrán que hacerlo. El resultado que han obtenido los demócratas es muy mediocre respecto de las expectativas después de unos años tan duros, tan difíciles y de tanta tensión con el trumpismo. Ambos espectros ideológicos tienen que reflexionar y volver a la cultura cívica ciudadana y del individuo.
—Usted dijo que “como los gobiernos de derechas son mejores gestores, creen que no necesitan dar una batalla de las ideas, y eso es un error”. ¿Cuáles serían los ejes centrales de esa batalla cultural?
—Es una batalla enorme. La mía es contra lo identitario. El gran problema contemporáneo es lo que podemos llamar el separatismo. La identidad es el combustible del separatismo. No solamente en Europa, en Estados Unidos, en América Latina, vemos movimientos que buscan la separación de la gran comunidad política en grupúsculos distintos. El separatismo tiene distintas manifestaciones, no es solamente unívoca. Hay un separatismo centrífugo, pero también el nacionalismo centrípeto de Donald Trump o el del Frente Nacional o el nacionalismo. Se establecen en torno de un enemigo interior o exterior. Pero el feminismo es una forma de separatismo. Me refiero al de tercera ola. El feminismo radical contemporáneo, la ideología de género, separa a las comunidades internamente: hombres contra mujeres, homosexuales contra heterosexuales, incluso nuevas feministas contra viejas feministas. Otra forma de separatismo es el revanchismo racial. Esta nueva forma ahistórica y profundamente ignorante de juzgar el pasado con la mirada del presente y de segregar a las comunidades entre blancos contra negros. Todo esto forma parte de la batalla cultural. Una batalla que consiste primero en llamar a las cosas por su nombre, encarar los problemas de frente, limpiar las palabras de la toxicidad. La izquierda es muy hábil a la hora de contaminar las palabras. Por ejemplo, las palabras “paz” o “diálogo” se convierten en tótems. Muchas veces la paz significa una renuncia, una abdicación o el diálogo ayuda a perpetuar una dictadura. Es lo que sucede en Venezuela. Primero hay que llamar a las cosas por su nombre y luego hacer frente a la agenda ideológica e identitaria populista con toda firmeza de las convicciones democráticas. Hacerlo sin temor de esta forma de separatismo, que sucede en muchos colectivismos, el victimismo y la cancelación. Esa nueva palabra dentro del vocabulario colectivo general que es básicamente la anulación, la intolerancia, la censura, incluso la violencia, contra quienes piensan distinto o se enfrentan a los dogmas de la identidad.
—¿Esa batalla cultural es la que da la necesidad de producir una renovación en el espacio político del Partido Popular?
—El Partido Popular, más que una renovación, necesita poner en pie en un proyecto político alternativo a la alianza peligrosísima y profundamente lesiva para las libertades en España que significa Podemos, el PSOE y los nacionalistas. Hay una alianza en España que busca la liquidación del orden constitucional español. El Partido Popular dando la batalla cultural debe articular un proyecto capaz de reagrupar a un enorme espacio social y político. Personas liberales, por supuesto, conservadores, socialdemócratas y gente de la progresía ilustrada, los progresistas ilustrados. Personas que no se han dejado arrastrar por la tiranía de la identidad y que la combaten desde los postulados de la Ilustración. La igualdad de las personas ante la ley, al margen de su sexo, creencia, condición o religión, la libertad del individuo, el Estado de derecho, la protección de la ley. Conceptos esenciales y básicos. Ese es el enorme espacio que tiene que abarcar el Partido Popular. No se puede hacer desde la tibieza ni desde el perfil bajo. Se tiene que hacer desde el coraje, la convicción y la capacidad de desafío de lo que hay enfrente.
“Podemos es el burro de Troya de la democracia española.”
—¿Cómo se explican esos dogmas identitarios?
—Creo, con Karl Popper, que todas las personas somos una multiplicidad de identidades. El hecho de ser mujer no determina mis ideas, mis convicciones, mi sensibilidad ni mucho menos mi adscripción política o ideológica. Lo que hacen las identidades es compactar a los seres humanos en bloques homogéneos graníticos y castigar a los que se rebelan. La identidad, por lo tanto, crea un bloque artificial y, a partir de ese bloque artificial, al que se victimiza o considere una víctima lo enfrenta con otro bloque identitario al que considera un agresor. Es una clásica forma de populismo. Además, anulan lo que nos une y lo que nos acerca. Y eso es contrario al proceso civilizatorio que describía yo hace un momento. El feminismo es una de las manifestaciones de las políticas identitarias contemporáneas. ¿Con quién tengo más en común? ¿Con Cristina Kirchner o con Emmanuel Macron? Me encuentro mucho más cerca del líder francés. El hecho de ser mujer o compartir unos órganos sexuales con otras mujeres no me convierte en parte de un bloque monolítico femenino que debe pensar de una determinada manera, sentir de una determinada manera o votar de una determinada manera. Y en el caso del nacionalismo funciona de manera muy parecida. El nacionalismo catalán intenta que toda persona, por el hecho de ser catalana, tenga que ser nacionalista, y eso es falso. Hay catalanes que no son nacionalistas, que son constitucionalistas, que se sienten bien dentro de España, que buscan el amparo, la protección de sus conciudadanos en otras partes del territorio español. Las políticas identitarias son, como decía Tony Judt, profundamente peligrosas.
—A Podemos en determinado momento se lo asoció al kirchnerismo en la Argentina respecto, por ejemplo, de seguir ideas de Ernesto Laclau o de Antonio Gramsci. ¿Encuentra algún punto de contacto entre Podemos y el kirchnerismo?
—Podemos se nutrió de todas esas ideas. Las promueve y las difunde. Entre Podemos y el kirchnerismo, entre Podemos y el chavismo, hay lazos de intimidad antidemocrática profundos. Podemos es una fuerza de ocupación de las instituciones, el burro de Troya de la democracia española. No es un partido político más, es un movimiento que viene a corroer las instituciones desde dentro y a ocupar el poder. Lo hace de una manera clásica y de otra posmoderna. La parte clásica consiste efectivamente en azuzar los rencores clásicos, los odios de clase. Azuzaban a la clase trabajadora contra la casta de la que hablaban. Una vez convertidos ellos en casta, llevan al gobierno de España una alianza con los partidos identitarios más radicales, como los catalanes y los vascos. El último ejemplo en Argentina lo entenderán muy bien porque las preocupaciones que tenemos los demócratas de un lado y otro del Atlántico son muy similares, al margen de nuestras ideologías, de si somos socialistas, socialdemócratas, liberales, conservadores. Uno de los últimos elementos fue el asalto al Poder Judicial. Podemos está en una campaña abierta de asalto y sometimiento del Poder Judicial impúdico. Pretende someter a la Justicia, cambiar las leyes para reducir a la mínima expresión la cantidad de votos necesarios dentro del Parlamento para elegir a quienes van a nombrar a todos los jueces del país. Promueve una reforma legal que mereció la primera reprimenda de las instituciones europeas porque significa un ataque al Estado de derecho.
—¿Podemos lleva adelante en Europa ideas desarrolladas previamente en Latinoamérica?
—Siempre se trató de un flujo. De ahí la necesidad de que trabajemos juntos los demócratas de ambos hemisferios. Una de mis insistencias y proyectos actuales es intentar reagrupar a los demócratas de ambos hemisferios. Las buenas y las malas ideas fluyen en una dirección u otra. Podemos es el viejo Partido Comunista redivivo. Pero la peor expresión del Partido Comunista, porque el Partido Comunista aportó a la transición. El Partido Comunista de Santiago Carrillo fue parte de esa reconciliación que se produjo en los años decisivos del nacimiento de la democracia española y aportó de manera sustancial, incluso más que el Partido Socialista en la época. Podemos es una escisión de una parte del Partido Comunista que rompe con la dirección y se queda al margen del sistema. Es una fuerza marginal en la transición vinculada a organizaciones en sus orígenes rupturistas. No apostaban por la reforma sino por la ruptura. Pasaron de la marginalidad extrema al centro de las instituciones españolas. Luego, hay elementos posmodernos o novedosos, en parte vinculados con el socialismo del siglo XXI más rampante y más brutal, el chavismo. Podemos, sus dirigentes, su estructura, tienen, como decía, una relación de intimidad estructural con lo peor que hubo en América Latina, el chavismo y el castrismo. Su absoluto desprecio a la verdad tampoco es nuevo. El comunismo mintió sistemáticamente a lo largo de su historia. Hay usos posmodernos de las viejas mentiras y viejas ideologías.
—En las cortes tuvo una discusión pública en la cual usted le dijo a Pablo Iglesias, el líder de Unidos Podemos, textualmente: “Usted es el hijo de un terrorista. A esa aristocracia pertenece usted: a la del crimen político”. ¿Qué resabios quedan todavía en España de la guerra civil y los enfrentamientos políticos?
—Ese episodio al que se refiere no tiene que ver con la guerra civil. Se refiere a la transición. El padre del señor Iglesias militaba en el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota). El FRAP era una organización terrorista. Por eso le dije lo que le dije cuando intentaba desde su superioridad moral denigrarme llamándome “marquesa”. Para que cada uno tenga claro quién es hijo de quién. El señor Iglesias se jacta de que su padre militaba en esa organización terrorista. Lo mejor que hicimos los españoles fue la gran reconciliación entre las Españas: republicanos, monárquicos, católicos, creyentes, ateos, catalanes, castellanos. Todo el mundo se puso de acuerdo en que hay que poner en pie una democracia y partir no del olvido sino del perdón. Nos perdonamos unos a otros y pusimos en pie una democracia. Hay sectores de la izquierda, y eso empieza con Antonio Rodríguez Zapatero, que deciden reabrir las heridas de la guerra civil para intentar ganar la guerra civil ochenta años después. Es un personaje nefasto de la historia contemporánea española y también de la venezolana. Pobres venezolanos, que también lo han sufrido y lo sufren. Lo hacen para sacar un rédito barato de las heridas de los españoles. La izquierda lo hace para poder justificar el pacto con el nacionalismo. No hay nada más reaccionario que una fuerza nacionalista. Antepone la nación y la tribu a la libertad de la persona, desprecia la igualdad de los ciudadanos, para formar parte de la comunidad. Se debe ser puro nacionalista de sangre y cepa. Si no, se es un renegado y una persona de segunda. La izquierda, para justificar sus pactos con el nacionalismo que le permiten su permanencia en el poder, azuza las divisiones internas españolas de la guerra civil. Soy agnóstica, pero utilizaré el concepto de “pecado capital” en términos políticos. Teniendo una historia muy difícil, España logró ser modelo de transición para muchos otros países del mundo.
—¿Hay algún punto de contacto entre el franquismo y el primer peronismo?
—Hubo contactos y cercanías. Eran regímenes dictatoriales ambos, pero mi preocupación realmente es el orden democrático liberal contemporáneo. En España, a través de esta obsesión por el pasado, se busca liquidar el presente. Debemos trabajar para poner en pie, también en Argentina, instituciones sólidas, democráticas, un Estado de derecho funcional, una Justicia independiente, una sociedad civil fuerte. Es la gran agenda política que tenemos los demócratas de un lado y de otro. Es algo que trasciende a los liberales como yo, e implica a otros que son conservadores, y a espacios muchísimo más amplios de personas simplemente racionales y demócratas.
—¿Cómo explica en España qué es el peronismo?
—No es algo fácil. Viví en Argentina hasta los 17 o 18 años. Cuando fui a Inglaterra a los 18 años fue cuando por primera vez realmente desperté a un cierto orden de categorías ideológicas e intelectuales fácilmente adscribibles a grupos generales y comprensibles y explicables. El peronismo rompía las categorías, tenía elementos tradicionales de izquierda y de derecha, la parte sindical, la parte militar, el nacionalismo incluido. Al final, ¿qué fue? Una forma de nacionalismo y de populismo parecido al de muchos otros países del mundo. Lo importante sería poder liberarse de esa categoría y crear nuevas. Yo creo que en este momento político mundial hace faltan nuevas etiquetas. Tenemos que redefinir nuestros conceptos y categorías políticas. El peronismo siempre fue muy difícil de identificar. Hoy hay que hacer un nuevo esfuerzo por intentar identificar los espacios comunes. A mí, una persona liberal en lo económico, en lo social, me gustaría alguien que en otro tiempo hubiera pertenecido claramente a un hueco y que sumara gente a una batalla común por la democracia. Los antiguos republicanos o la gente con la que nos sentiríamos más del lado republicano por nuestra defensa de las libertades, la apertura económica. Hay una gran orfandad, creo, dentro del espacio racional y liberal y democrático, y mucho más allá de España en otros países del mundo. Necesitamos líderes, necesitamos referencias,estructuras y proyectos políticos.
—¿Podemos se asocia más al kirchnerismo y el franquismo que al primer peronismo?
—Tampoco se trata de forzar las comparaciones. No me parece estrictamente útil. A Podemos hay que analizarlo sobre lo que pretende hacer hoy, lo que busca y cuáles son sus aliados contemporáneos. Su principal aliado es el chavismo. Una fuerza absolutamente devastadora, antidemocrática y tiránica que fundió a un país. Es una narcodictadura. Esos son los referentes de Podemos.
“El nacionalismo está en lo más atávico, recóndito y oscuro del ser humano.”
—Le escuché decir hace unos años a Juan Cebrián, cuando todavía estaba al frente de “El País”, que Podemos era un fenómeno de Antena 3. Un fenómeno de comunicación. Pablo Iglesias era columnista político de TV. ¿Qué relación encuentra usted entre el surgimiento de Podemos y las nuevas tecnologías?
—Antes de la época de La Sexta, que fue un gran apoyo mediático que recibió Podemos, surge efectivamente en unos canales mucho más marginales, como Otra Vuelta de Tuerka, financiado con dinero extranjero, probablemente del chavismo, parte iraní, entre otros. Obtienen un muy buen resultado de unas elecciones europeas ante la sorpresa y el estupor general, porque gente dentro del establishment ni sabía que existía esa fuerza política. A partir de ahí sí pasaron a ser un agente y un actor dentro del mainstream, y efectivamente recibieron el apoyo y el impulso, sin duda importantísimo, de medios de comunicación nacionales. A partir de ahí, las nuevas tecnologías permiten a partidos políticos surgir de la nada. Los mediadores antiguos desaparecieron. Los medios tradicionales están erosionados, al igual la prensa o las propias estructuras tradicionales de los partidos frente a las redes sociales, a los canales nuevos y a la posibilidad que tienen actores nuevos de comunicarse de manera directa con masas ingentes de ciudadanos. No es malo en sí mismo, pero puede dar lugar a fenómenos abyectos. También puede dar lugar a una apertura mayor. Eso es parte de las reflexiones y del ajuste que tenemos que hacer quienes estamos en la política.
—Cuando volvió de Londres, de haber hecho un doctorado en Oxford, trabajó en periodismo, en el diario “El Mundo”, en la época de Pedro J. ¿Qué experiencia le aportó el periodismo para la política?
—No era periodista de formación. Mi carrera es la Historia, pero empecé a trabajar en el diario El Mundo a las órdenes de un director con una muy fuerte personalidad y en una época en la que ese periódico influía muchísimo. Sigue siendo así, pero era una época especialmente efervescente. Comencé a trabajar en la sección de Opinión, que en el fondo es una atalaya. Te permite conocer todas las secciones del periódico y luego conocer el centro, el núcleo, donde se toman las decisiones estratégicas sobre el posicionamiento. Ofrece una visión general y a su vez muy detallada de la política española. Para mí fue una oportunidad extraordinaria. Me enseñó algo muy elemental y muy útil en la política contemporánea, que es a detectar los titulares. Cuando uno hace una intervención parlamentaria o política, una entrevista, tiende a anticipar lo qué será un titular, lo destacado de una intervención, por conocer cómo funciona la otra parte de un sistema. Es muy útil cuando se está en política.
—¿Cuánto inspiró la figura de Margaret Thatcher su visión de la política?
—Curiosamente, muy poco. Fue una influencia posterior. Nací en el 74, viví en Europa hasta 1981, 1982, y me fui a vivir a Argentina. Cuando llegué, era justo la guerra de las Malvinas, y Thatcher no era un personaje de santísima devoción de los porteños ni de los argentinos en general. Mi visión sobre ella, sobre el personaje, sobre su legado, sobre su fortaleza, su coraje, su capacidad indómita de enfrentarse precisamente a las batallas culturales con mucha claridad y mucho coraje, es posterior. Forma parte de mis aprendizajes posteriores, no tanto de mi experiencia en el momento.
—¿Su capacidad de rebelarse ante lo políticamente correcto influyó en usted?
—Era una política incorrecta y una gran líder de Estado. Tenía la capacidad para desnudar con palabras muy sencillas los mecanismos de la izquierda. Es una figura muy importante, que va a reivindicarse más con el tiempo. Hay personas que están empezando a revisar su figura ahora con mucho más interés. Es algo que obtuvo posteriormente a sus mandatos.
—En la Argentina estudió en el colegio Northlands, el mismo en el que hizo su escuela Máxima Zorreguieta. ¿Cómo fue su experiencia en esa institución?
—Northlands era un muy buen colegio. Tenía profesores ingleses. Siempre resalto los individuos. Para mí fueron muy importantes las personas a las que conocí y me influyeron. Tuve la enorme suerte de que, coincidiendo con mis 14/15 años, decisivos para poder luego estudiar en Inglaterra, en el colegio apareció una pareja, un profesor y una profesora, Richard y Caroline Hudson, profesor de Historia él y de Literatura ella, que eran absolutamente extraordinarios y que me enseñaron a pensar, a tener espíritu crítico, a cuestionar los dogmas, una manera distinta de enfocar el aprendizaje de lo que era común y habitual, que era más memorialístico. Esa manera de enseñar que ellos me ofrecieron fue la que luego recibí en Oxford y que siempre destaco como el mayor legado de mis años universitarios, ese espíritu crítico adquirido a través del sistema de tutoriales que funciona en Reino Unido. Es una reunión de tú a tú con un profesor en el que se discute un tema, se cuestionan los dogmas recibidos y donde se busca un pensamiento original, novedoso, entretenido y bien explicado.
“El castrismo es una forma de nacionalismo: lo mismo sucede con el régimen de Nicolás Maduro.”
—Pablo Casado la presentó a usted en algún momento como “la Messi del Partido Popular”. ¿Se siente un poco así?
—No. Son las exageraciones que se dicen en los mítines, en el fragor de las campañas electorales. Me lo tomo así, como un elogio exagerado dicho en un momento de especial entusiasmo. Soy una mezcla rara. Hay un tango que tiene ese sintagma tan bonito: mezcla rara. Creo que en el fondo todos los somos. Soy mezcla de Argentina, de francesa por mi padre, educada en Inglaterra. Soy una persona de intersecciones que pudo y quiso ser española.
—¿El acento argentino en algún momento le creó alguna dificultad para su carrera política en España?
—No, ninguna. Siempre hay algún personaje marginal, algún xenófobo incrustado dentro de las filas nacionalistas o de algún lugar que en términos despectivos te llama argentina para llamarte extranjera y para decir “tú no sabes de lo que hablas, cuando hablas de nuestra política española”. Pero es algo marginal. Soy muy poco partidaria de cualquier forma de victimismo y de cualquier forma de autoconmiseración, ni como mujer, ni como medio argentina, ni por ningún otro motivo.
—Cayetana, otro argentino célebre es el papa Francisco. ¿Cuál es su opinión sobre la mirada ideológica del Papa?
—Me inquieta un poquito cuando los papas tienen una mirada muy ideológica, por la influencia que tienen. Soy agnóstica, pero comprendo que el Papa tiene una influencia enorme sobre millones de personas en muchas partes del mundo y no creo que aplicar una visión ideológica, en este caso de izquierdas o cercana a sectores de izquierdas, sea particularmente afortunado.
—Usted dijo que “España fue el peor país del mundo en conducir la crisis sanitaria desatada por el coronavirus”. De Argentina se dice lo mismo. ¿Por qué fue mal manejada en España? ¿Tiene una opinión sobre cómo fue la cuestión en Argentina?
—Miraba datos de la OCDE respecto del impacto económico, la destrucción económica que se va a producir en los países de la OCDE, y España es el peor parado. Me refiero a esos datos. ¿Qué pasó en España? Fue una combinación de muchos factores. Para empezar, al entrar en la crisis se infravaloró la amenaza, por motivos ideológicos, de la enorme manifestación del 8 de marzo. Fue promovida por los sectores más feministas dentro del gobierno y no se quiso suspender. A partir de ahí vino un confinamiento muy severo que causó una destrucción económica pavorosa. Luego vino una segunda ola y ahora seguimos intentando contener lo peor de la pandemia, con un añadido. Como portavoz parlamentaria viví el intento de cercenar las libertades parlamentarias y de prácticamente cerrar el Congreso. Lo último que hizo Pedro Sánchez de impacto en España ha sido decretar un estado de alarma por seis meses. Eso es absolutamente intolerable en términos democráticos y de Estado de derecho. El Parlamento no se puede cerrar ni en una guerra. Un estado de alarma sin control parlamentario es inaceptable.
—Dijo que “no existe prueba fáctica de que existe una forma de violencia contra la mujer por el hecho de ser mujer”. ¿Se opone a la idea legal de la existencia de la figura del femicidio?
—Yo lo que explico, y es muy importante entenderlo bien, es que no existe evidencia científica, es decir empírica, fáctica, de que exista una violencia masculina contra la mujer por el hecho de ser mujer. Que los hombres como tales nacen o hay una voluntad masculina de liquidar, asesinar, acabar con la mujer como tal, como categoría. Para que entendamos bien la diferencia, voy a explicar otros ejemplos donde sí ocurre eso. A los judíos se los mató por el hecho de ser judíos. El terrorismo islamista busca liquidar a los que ellos llaman infieles, por el hecho de serlo. En el caso de España hubo una matanza de españoles por el hecho de ser españoles de ETA. Pues en el caso de la violencia que sufren muchas mujeres, demasiadas mujeres en el mundo, no hay detrás un crimen político, no hay detrás una ideología de odio hacia la mujer. Los hombres no son delegados de género, no son representantes de una ideología masculina que busca el exterminio de la mujer por el hecho de ser mujer. Y esa diferencia es absolutamente sustancial, porque lo que está detrás de esa categoría, de esa voluntad de presentar al hombre como el actor dentro de una conspiración para liquidar a la mujer, en el fondo es una manera de politizar el dolor privado, de convertir la violencia que sufren las mujeres en un crimen político, en un crimen ideológico. En el fondo el mensaje es que es un heteropatriarcado capitalista, machista, represor y de derechas. La derecha no mata mujeres, la izquierda tampoco mata mujeres. El asesinato de mujeres lo cometen hombres que son excepciones. Son monstruos, son asesinos.
—Dijo también: “A los argentinos: abran los ojos. Hay un presidente en la Argentina que no es un presidente, es un simple apoderado. El poder lo tiene Cristina Kirchner, es decir el populismo y el autoritarismo”. ¿Cómo ve la política argentina?
—La venganza y la impunidad no son un proyecto de país. La colonización de las instituciones no es un proyecto de país. La revancha no es un proyecto de país. Todos decimos que Argentina es país maravilloso. Es un país que frustró sistemáticamente las expectativas que poníamos sobre él quienes le tenemos afecto, quienes hemos formado parte de él, formamos parte de esa comunidad moral, política o afectiva. Y eso sucede precisamente por este tipo de fórmulas políticas, de colonización de las instituciones, de desprecio a lo cívico, lo común, de búsqueda de control y asalto al Poder Judicial. Son proyectos personales, no son proyectos colectivos de país ni de reconciliación. Y yo creo que Argentina sí merece eso.
“Hay una izquierda identitaria en Estados Unidos que rompe el demos en pequeños grupúsculos.”
—¿Cuál es su balance sobre la presidencia de Mauricio Macri?
—Tendría que haber introducido en la primera etapa de su gobierno reformas mucho más profundas. Creo que el gradualismo fue un error de ingenuidad que desembocó en la reconstrucción de sus adversarios, incluso de la propia Cristina Kirchner. Se produjo lo impensable, la vuelta de los Kirchner. Eso fue también por la inacción o la pasividad o la ingenuidad de los sectores más liberales y más abiertos y más democráticos. Y hay un librito muy bueno de Milton y Rose Friedman que se llama La tiranía del statu quo, en el que ellos recomendaban a Reagan, en este caso, que aprovechara los primeros cien días de su mandato para introducir todas las grandes reformas porque, decían ellos, después de cien días sus adversarios tendrán tiempo para reorganizarse, reconstruirse y empezar la batalla una vez más con el plano inclinado para tirarlo para abajo, como Sísifo con la roca. Y yo creo que eso es lo que pasó en Argentina. El experimento de Macri generó una ilusión extraordinaria en tantos de nosotros y en la comunidad internacional.
—En la Argentina se pone como ejemplo el Pacto de la Moncloa. ¿Se está amenazando esa base por el avance de los extremismos?
—Los Pactos de la Moncloa fueron los grandes acuerdos económicos que pusieron en pie la modernización española. La transición tiene dos pilares, la transición política, la ley de la reforma política, que es lo que establece el modelo institucional, político, territorial español, la Constitución digamos, y los Pactos de la Moncloa que es el acercamiento de las mismas fuerzas a izquierdas y a derechas, liberales, socialdemócratas y conservadores para llegar a un acuerdo y un equilibrio entre lo público y lo privado. Con esos dos pilares, España estalló en la etapa de mayor prosperidad de toda su historia. ¿Eso habría que hacerlo en otros países? Sí, eso sigue siendo un ejemplo. Los grandes consensos en torno a políticas comunes, transversales, sociales, económicas, son fundamentales. Cuando ganó las elecciones Pedro Sánchez aposté públicamente por un gobierno de gran coalición. Eso no pudo ser porque el PSOE eligió el camino de Podemos y el separatismo y la ruptura. Argentina tendría que ser capaz, desde luego, a partir de un diagnóstico común de sus necesidades, imperiosas ahora además con el virus, de definir un espacio común para una construcción institucional que equilibre el modelo liberal con el Estado del bienestar heredado de la parte más socialdemócrata.
—Desde la Argentina lo que se percibe es que con el Pacto de la Moncloa España terminó con el personalismo, algo que Argentina no terminó. ¿Cree que ahí hay un problema de subdesarrollo del nivel de inteligencia emocional de la democracia latinoamericana?
—No, yo nunca infravaloro. Hay una actitud europea muy condescendiente hacia lo latinoamericano como nivel de subdesarrollo emocional. No creo en eso. De hecho, ninguna democracia europea está libre de sus caudillos y la vuelta al caudillismo. Precisamente Pablo Iglesias juega al caudillismo y hace de caudillo, y Pedro Sánchez en parte también tiene ínfulas autoritarias y de una vanidad superlativa y buscan la perpetuación en el poder. Esas tentaciones autoritarias y caudillistas están lamentablemente en todos los sistemas. Lo importante es tener un entramado institucional y una cultura democrática.
—¿Considera que haber superado el personalismo y que haya alternancia en el poder es parte del triunfo de la democracia española?
—Es clave la alternancia en el poder. Venimos de una dictadura de cuarenta años. La democracia es alternancia en el poder. Ahora, por ejemplo, no hay el bipartidismo que teníamos, que le daba cierta estabilidad al sistema. Se produjo, como en tantos ámbitos del mundo, una fragmentación de la política. Y eso introduce elementos de inestabilidad en el sistema y también obliga a nuevas conductas, a coaliciones, a reagrupaciones de espacios.
—¿Pero el sistema no hace que casualmente las personas no se perpetúen?
—Sí, pero hay países que eso lo establecen por ley y hay otros que lo hacen más por una cultura democrática. En buen sistema democrático favorece la alternancia, el pluralismo político y la estabilidad. Encuentra el equilibrio entre el pluralismo y la estabilidad.
Producción: Pablo Helman, Débora Waizbrot y Adriana Lobalzo.