—¿Qué consecuencias educativas tendrá para los estudiantes el largo período de cuarentena?
—El confinamiento incrementó las desigualdades. Incluso, puede ser causa de la deserción escolar. Pero recién ahora podremos comprender realmente qué pasa. Si de nuevo es necesario cerrar escuelas vamos a tener grandes dificultades. Es el primer tipo de dificultades. Cuando la escuela cierra, las familias tienen que cuidar de los niños, cambia la dinámica familiar. Pero el mayor desafío serán las consecuencias económicas de la crisis para los jóvenes. Generaciones enteras de estudiantes se enfrentarán a un mercado laboral que no será capaz de acomodarlos. Habrá un fuerte aumento de la desigualdad escolar. El número de jóvenes pobres y vulnerables aumentará. Las consecuencias económicas de la crisis pueden ser mayores que los efectos escolares.
—En sus textos, usted advierte que el modelo de igualdad de oportunidades puede tornarse un discurso hegemónico.
—Si se toma la historia de las sociedades industriales europeas, la idea de justicia social consistía en reducir las desigualdades entre las clases sociales. Se tendía a que los pobres debieran ser menos pobres y los ricos menos ricos. Era la “economía socialista”, la socialdemocracia, el socialismo. Pero en los últimos treinta años, vemos otra concepción de la justicia social, la de la igualdad de oportunidades. En esencia, la sociedad justa sería la sociedad en la que todos los individuos tengan las mismas chances. Y según su mérito, puedan ascender socialmente. Es un modelo que no es cuestionable, pero resulta mucho más liberal. El objetivo es producir desigualdades justas basadas solo en el mérito. De alguna manera, es un modelo deportivo, en el que gana el mejor. Así, se trasladó, al menos a los Estados Unidos, América del Norte y Europa, un esquema de injusticias. Ese modelo de la igualdad de oportunidades tiene cierta crueldad. La igualdad de oportunidades en sí es algo bueno, pero puede justificar la posición de quienes han fracasado. Es más cruel y competitivo que el antiguo modelo de igualdad social, que no debe abandonarse, aunque ya no concibamos una sociedad completamente igualitaria.
“La escuela francesa es humillante con sus alumnos pobres: no les explica por qué fallan.”
—¿Por qué defiende el “modelo de las posiciones” entendiendo que atenúa las brechas entre los diferentes estratos sociales?
—Una sociedad en la que se reducen las desigualdades es más vivible, más pacífica, con mejor cohesión social o con menos criminalidad. Es una sociedad más pacífica que una muy desigual. Las desigualdades hacen que las sociedades sean difíciles, tensas, agresivas. Es preciso un cierto grado de igualdad social. Este objetivo hoy en día tiende a abandonarse, debido al modelo de igualdad de oportunidades y de competencia continua. Cuando se tiene una sociedad relativamente igualitaria en términos de posición social, cuando la distancia entre los más ricos y los más pobres no es muy grande, también aparece la igualdad de oportunidades, aún más que en esas sociedades desiguales que la pregonan. En los países escandinavos o en Francia hay más movilidad social y más igualdad de oportunidades que en los Estados Unidos. Estados Unidos cree que las desigualdades son justas, porque son el resultado de la competencia de los individuos.
— ¿Cómo hay que repensar en el siglo XXI la justicia social, que es el título de uno de sus libros (n. de la r.: es de 2011)?
—Presenciamos el fin de las sociedades industriales nacionales. Especialmente desde el punto de vista de la vieja Europa. Las sociedades tenían empresas con jefes, trabajadores, sindicatos. Eran, al mismo tiempo, sociedades bastante homogéneas cultural y nacionalmente. Ese modelo está desapareciendo. Se transformó la desigualdad. Tienden a desaparecer las antiguas desigualdades de clase. Lo que no significa que la desigualdad sea más débil, sino que ahora es de naturaleza diferente. Estamos en sociedades cada vez más multiculturales. El gran conflicto de los Estados Unidos es entre los blancos y las minorías; entre los hombres y las mujeres, ya no entre los trabajadores y los empleadores. Sigo convencido de que el mérito y la competencia deben desarrollarse, porque es bueno para las personas y para las economías. Pero creo que tenemos que volver a sociedades menos desiguales. Añadiría que las sociedades menos desiguales son más ecológicas, son más feministas, son básicamente más vivibles. Debemos oponernos al modelo hegemónico que dice que la justicia es la competencia leal, la que permite ganar al mejor. Es una concepción darwiniana de la justicia social. Sigo apegado a lo que una vez se llamó socialdemocracia: la manera de combinar la igualdad social y la eficiencia económica.
“Los maestros eran como sacerdotes de la nación, de la razón, de la modernidad en la escuela clásica.”
—¿La escuela reproduciría la injusticia social?
—La escuela busca cohesión social. Fue concebida como un instrumento de justicia social. Y hoy descubrimos que se transformó en una máquina de clasificación de jóvenes y alumnos. En general, lo hace según su origen social. Es muy decepcionante, porque se habían colocado en ella sueños de igualdad, justicia y emancipación. En su mayor parte, la escuela no cumplió con la promesa de igualar.
—¿Anticipa las injusticias que se darán luego en el ámbito laboral?
—Por supuesto. Las desigualdades sociales determinan las desigualdades educativas y las desigualdades escolares determinarán las desigualdades sociales. Diplomarse, recibirse, es crucial para acceder a empleos cualificados. El título de algunas universidades tiene influencia. Existe un círculo vicioso que hace que las desigualdades escolares sean producto de desigualdades sociales y, a su vez, justifiquen nuevas desigualdades sociales. En muchos países europeos, pero también en Argentina, Chile, las familias luchan por el acceso a las mejores escuelas.
“Un joven de hoy pasa mucho más tiempo delante de su teléfono que en la escuela.”
—¿Por qué para las clases más bajas la escuela ya no alimenta realmente la esperanza de progreso social?
—Las clases populares comprendieron que no podían ganar en la competición que implica cierta escolaridad. Hay una decepción con esto, más allá de que existan individuos exitosos. Pero en promedio, la gente se dio cuenta de que no había una solución en ello. En países como Francia, también hay desencanto porque la escuela humilla a los estudiantes. Si fallan es porque no son inteligentes. Es su culpa. No tienen valores. En Francia y en otros países hay resentimiento contra la escuela porque la escuela no solo reproduce desigualdades, sino que las justifica, explicando que los derrotados también merecen su fracaso.
—En su libro “El declive de la institución” (n. de la r.: 2006) sostiene que la crisis que atraviesan las instituciones es intrínseca a las contradicciones de la modernidad. ¿La posmodernidad permitiría institucionalidades más democráticas?
—Aquí cabe una reflexión diferente a la referida a la desigualdad. Habría que recurrir a Max Weber y su idea del desencantamiento del mundo y lo sagrado. Las escuelas públicas, aun las escuelas progresistas, democráticas, fueron pensadas como iglesias, como algo sagrado. Encarnaron valores universales que transmitieron a los maestros. Los maestros eran como sacerdotes de la nación, de la razón, de la modernidad. Con la modernidad, las escuelas están abiertas a las sociedades. La autoridad de la cultura escolar se debilitó. Un joven de hoy pasa mucho más tiempo delante de su computadora, de su tablet, de su teléfono, que en la escuela, más allá de su condición social. La influencia cultural de la escuela cayó mucho. Se puede ver que los maestros perdieron gran parte de su autoridad. La vieja escuela entró en una crisis simbólica. Tenemos que reconstruir una institución escolar. Es necesario reconstruirla, probablemente desde una perspectiva democrática a nivel institucional. La escuela debe ser capaz de capacitar a las personas y a los ciudadanos en un espacio escolar democrático en el que los niños aprendan a vivir juntos en una escuela que les permita crecer.
“La equidad sigue siendo una cuestión prioritaria y la desigualdad se está transformando.”
—Dirigió la preparación del informe “Colegio del Año 2000” al ministro de Educación Escolar en 1999.
—No tuvo mucha influencia. Lo único que consiguió es mantener en Francia el principio de la escolarización común hasta los 16 años. La derecha y la izquierda se oponían. El informe ayudó a mantener la idea de una sola universidad. Es bien sabido que los países con escolarización común hasta los 16 años son más eficaces.
—¿Qué valor tienen los títulos?
—Se vive una época de grandes mutaciones. El acceso a los puestos de trabajo más prestigiosos y altamente cualificados aumenta el valor de ciertos diplomas. Un diploma es cada vez más esencial para para tener una profesión cualificada y prestigiosa. La ausencia de una titulación se convirtió en una suerte de tragedia para las personas. Al mismo tiempo cada vez más jóvenes se gradúan. Y esto también es una fuente de desigualdades. Al mismo tiempo se produce una cierta devaluación de los títulos, especialmente los intermedios. Y, en paralelo, hay una inflación de títulos. Cada vez se necesitan más para obtener lo mismo que antes bastaba con un solo título. Para los estudiantes de las universidades de masas los diplomas pierden valor. Esto es una fuente de decepciones. Se invierte mucho en estudiar y no siempre tiene sentido. Claro que siempre es mejor tener un diploma que no tenerlo. Con la crisis de coronavirus, la del Covid-19, las cosas serán mucho más difíciles, porque muchos jóvenes se quedarán en la universidad y en la escuela secundaria para obtener diplomas sin tener la salida laboral que esperan. Se puede intuir que vendrá una época convulsionada.
Ideología
— En Francia es posible un socialismo liberal o un liberalismo de izquierda. ¿Por qué en los países subdesarrollados como la Argentina el liberalismo es cooptado por la derecha y el socialismo por el nacionalismo?
—No es fácil de contestar esa pregunta. Las sociedades francesas, inglesas, alemanas e italianas experimentaron un proceso de integración en torno a la época industrial. En 1960, en Francia, el 40% de los ciudadanos eran trabajadores; el 20%, campesinos; el 20%, empleados. La economía absorbió a todos, de manera desigual, pero a todos. Las fuerzas políticas resultantes fueron una derecha liberal social, y una izquierda socialdemócrata. Si pensamos en sociedades que se industrializaron mucho más tarde y que son mucho más dependientes de las fuerzas económicas centrales, lo que cuando yo era joven denominábamos como imperialismo, vemos que el 40% de su población trabaja en el sector informal. No son asalariados a la manera clásica. Y también hay una burguesía con reflejos aristocráticos. Así, la derecha se encarna con bastante facilidad en una burguesía muy liberal y exportadora. Y la izquierda dependía menos de los trabajadores que de la capacidad de reunir a la gente alrededor de la idea de nación. Es lo que hace que haya habido grandes movimientos en América Latina populistas, pero no en el sentido peyorativo de Argentina. Las clases medias empobrecidas de las ciudades se unían como pueblo. En las sociedades dominantes y las sociedades imperiales, sociedades como los imperios coloniales, pudo darse esta organización. Pero vemos que esas sociedades se están fragmentando. Pierden su organización original. Hace 40 años, pensaba que Europa sería el futuro de países como Argentina o Chile. Hoy me pregunto si Chile y Argentina no son el futuro de Europa, que se está disolviendo.
“La escuela se transformó en una máquina de clasificación de jóvenes y alumnos .”
—¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario), que es el título de su libro de 2015?
—Ha habido una transformación en la desigualdad. No creo que la desigualdad haya explotado. La sociedad francesa no parece mucho más desigual que ayer. Lo que cambió es que hay una individualización de las desigualdades. Las desigualdades fueron una experiencia colectiva, de clase social. Hoy es una experiencia individual. Soy desigual como mujer, como graduado, como residente en una ciudad o una provincia, como joven o como viejo. En la práctica, los individuos defienden esa desigualdad. Por ejemplo, en la elección de la escuela, las familias de clase media optan por opciones desiguales para sus hijos. Elegimos la desigualdad en el consumo, somos desiguales también en la intimidad. Con la individualización de las desigualdades, todos están en guerra con todos y todos prefieren la desigualdad para sí. Se preserva el deseo de igualdad, pero hay ambivalencia ante la desigualdad.
—¿Cuál es su opinión “del velo de la ignorancia” que propuso John Rawls en su Teoría de la Justicia?
—John Rawls no describe la vida social. Lo que hace una filosofía de justicia. Básicamente, analiza la ficción de justicia: la de una sociedad en la que se tomarán decisiones basadas en el individuo menos favorecido. Todas las teorías de la justicia se basan en ficciones. Cuando digo que todos los hombres nacen libres e iguales, también es una ficción. La particularidad de Rawls es una paradoja: fue un pensador de la socialdemocracia que tuvo éxito cuando la socialdemocracia se derrumbó. La política es justa mientras beneficie a los menos favorecidos. Por supuesto, no es un pensador comunista. Tampoco es un liberal puro. La escuela más justa sería aquella en la que los estudiantes más débiles tendrán la mejor situación posible. El velo de la ignorancia es optar por la posición del más desfavorecido como criterio de justicia básico. En el fondo es una idea bastante simple de justicia: dice que la política económica es buena si desarrolla la riqueza primero, y, en segundo lugar, si mejora la situación de los menos privilegiados. Obviamente, es lo contrario de una teoría revolucionaria, por un lado, y también lo opuesto al liberalismo más loco que conocemos. La paradoja de Rawls es que fue el teórico de los grandes partidos de izquierda escandinavos y europeos, y que tuvo éxito cuando esos partidos perdieron un poco su poder. Es lo que los filósofos como Georg Hegel definían como el Búho de Minerva, “un ave que inicia el vuelo al caer el crepúsculo”.
“En los países escandinavos y en Francia hay más movilidad social que en los EE.UU.”
—En alguna conferencia usted dijo: “Las únicas desigualdades justas son las que tienen que ver con nuestro mérito, con nuestro desempeño personal. ¿Cómo definiría al mérito de manera general?
—No existe un concepto general de mérito. No es una idea universal. Deben tener mérito quienes tuvieron éxito económico, quienes ganaron una competición deportiva, los que hacen un trabajo científico, los médicos que curaron a sus pacientes. Pero debiéramos reflexionar a qué damos crédito realmente. Podríamos hacernos la pregunta filosófica: ¿Mozart tiene mérito por ser Mozart? Tal vez no. Ahí está el Mozart, tal vez no tenga mérito. Lo que hace peligroso al mérito es cuando se transforma en una visión hegemónica, cuando el mérito económico aplasta a todas las otras formas de mérito. Es chocante cuando decimos que el mérito académico se convierte en todo mérito y aquellos que tienen el diploma deben tener poder o dinero. Una sociedad justa es una sociedad que acepta que hay varias formas de mérito. Y que el mérito es esencialmente inestable y plural. Lo vimos muy bien en Francia durante la pandemia. Nos dimos cuenta de que las personas más indispensables para la vida social eran aquellas a las que hasta ahora habíamos pensado que no tenían mucho mérito: las enfermeras, los cajeros del supermercado, las personas que recogen la basura. Fueron quienes mantuvieron a la sociedad. El mérito es un principio extremadamente peligroso porque no sabemos si merecemos su crédito. ¿Maradona tiene mérito? ¿O es afortunado? No lo sé. Me parece que es bastante afortunado.
—La desigualdad se justifica socialmente en función del mérito. Pero existe porque cumple otros objetivos sociales relacionados con la división del trabajo, la organización de la producción, y el orden social. Es lo que sucedió con las castas en sociedades arcaicas.
—Uno podría temer que eso se repita, porque ve castas en formación. Pero todavía estamos en sociedades donde hay mucha movilidad social. A lo largo de su vida, una persona se puede mover mucho en la escala social. No significa que los pobres serán necesariamente muy ricos, pero la movilidad persiste. Hoy existe mucha incertidumbre y angustia, porque vivimos cambios extremos y brutales. Basta ver cómo cambió la idea de familia en un país como Francia. En 1960, casi no había hijos nacidos fuera del matrimonio. Hoy, 60 años después, la mayoría de los niños nacen fuera de esa institución. Los padres se casan después de tener hijos. Pasa lo mismo en las clases medias en Argentina. Si usted toma la práctica religiosa, percibe un derrumbe. Cambian los patrones de consumo. Debe prestarse atención especial a la reproducción de las desigualdades. Pero eso no significa que las sociedades no cambien. Existe angustia frente a la violencia de las transformaciones sociales.
“Cuanto más desigualdades educativas, habrá más desigualdades sociales.”
—Alain Touraine fue su supervisor doctoral. En 1965 escribió “América del Sur: un proletariado nuevo” junto a Gino Germani, el precursor de la sociología argentina. ¿Qué ideas de Touraine siguen vigentes en pleno siglo XXI?
—Me gusta mucho Alain Touraine. Pero hablar de un nuevo proletariado describe un poco el clima de época, cuando la intelectualidad latinoamericana se adhirió a las tesis de Andre Gunder Franck sobre el desarrollo del imperialismo, que las sociedades latinoamericanas son completamente dependientes de los Estados Unidos. Algo de eso queda, pero son sociedades que se modernizaron mucho. Son sociedades con fases de desarrollo muy fuertes y también caídas muy fuertes. Y con regímenes políticos extremadamente variables. Unas dictaduras fueron comandadas por Estados Unidos, otras se explican por otros motivos. Las sociedades latinoamericanas no pueden describirse simplemente como sociedades proletarias. Pienso en una sociedad que conozco un poco mejor que la argentina: Chile. Sus tasas de educación y matriculación son considerables. La hegemonía yanqui parece debilitarse.
—¿Hay una nueva sociología después de mayo del 68 y a partir de los movimientos sociales?
—Es bastante fácil confundirse, al menos desde el punto de vista de Europa. Antes, movimiento social era el movimiento obrero. Había partidos burgueses por un lado y de izquierda por otro. Era un mundo claro. Pero desde hace unos años, la clase obrera se redujo, un proceso muy diferente del de los movimientos sociales. Podemos hacer una larga lista de ellos. El crecimiento del feminismo es fenomenal. A ello se suman los movimientos ecologistas, los de defensa de las minorías. En la sociedad industrial había dos lados: la burguesía y el proletariado. Hoy nadie puede describir así a la sociedad. Hay movimientos de derechos sobre la sexualidad, sobre las mujeres, sobre el medio ambiente. El problema hoy es la expresión política de estos movimientos. Parecería haber dos lados. Uno de los diversos movimientos sociales, y otro de una política que ya no los representa. Las sociedades viables son aquellas en las que los movimientos sociales encuentran expresión política o traducción política. Si no tienen traducción política, existe riesgo de violencia, de crisis permanente. Es un problema cuando la política no representa genuinamente a los movimientos. Así el proletariado estadounidense apoya a Donald Trump. Los proletarios ingleses votaron el Brexit. El proletariado francés o italiano que votaba por la izquierda gira a la derecha o a la extrema derecha. Los movimientos son grandes, pero no tienen expresión política. Una separación excesiva de la vida política y social es un peligro para las sociedades democráticas.
“Una sociedad más justa es aquella que acepta que hay formas de mérito plurales y variadas.”
—¿La pandemia y el teletrabajo les dieron un golpe de gracia a los sindicatos?
—La gran apuesta de hoy es encontrar formas de expresión sindical a formas de trabajo que no son las que conocíamos en Buenos Aires o París hace un tiempo. Ya no se trata de obreros que van a la misma fábrica o miles de empleados dentro de las mismas oficinas. Cambió la forma de trabajo y el gran riesgo es la soledad de los trabajadores. Es que el trabajador ya no es miembro de un colectivo y se encuentra en una situación de debilidad considerable. Aquí el argumento de la igualdad de oportunidades acentúa aún más esta lógica de dejar solos a los trabajadores.
—¿La crisis de representación de los partidos se debe a que la sociedad ya no es de clases?
—Es la misma cuestión. Se abandona la sociedad de clase tradicional representada política y socialmente. Tenemos una división considerable de intereses sociales. Y aparecen realidades sorprendentes sobre las elecciones que se juegan en temas como la inseguridad o el racismo contra los negros. Cosas que necesitan su propio proceso, de la misma manera que los sindicatos y los partidos tuvieron que construirse a lo largo de la sociedad industrial. Creo que hoy el papel de los activistas políticos, periodistas e intelectuales es reconstruir una visión racional y organizada de la vida social para que encuentre expresión política. Me parece una cuestión vital.
—¿El feminismo es la última revolución?
—Está claro que el feminismo es probablemente la fuerza transformadora más significativa que hemos visto en la acción política. Ya no podemos pensar en la acción política sin pensar en categorías feministas. No son simplemente las categorías de igualdad entre hombres y mujeres. Pensar la cuestión de género es distinguir cómo se establecen las actividades, las ideas y los intercambios culturales. Es una verdadera revolución. Es desagradable para los hombres, pero es una evolución y nada lo detendrá. Pero no estoy seguro de que sea la última revolución. Hay una revolución que probablemente sea más pesada y con consecuencias aún más fuertes. Hoy sabemos que no podemos hacer nada con el planeta y que debemos cambiar los registros históricos. Siempre hemos vivido, ya sea en Argentina o en Francia, con la idea de que la naturaleza era infinita. Que podíamos hacer lo que queríamos, que nunca se terminarían los recursos. Pero se acabó. Esa mirada cambiará completamente nuestra sociedad. Debemos ir hacia expresiones políticas para resolver estos problemas. Si no, podemos tener guerras y situaciones violentas.
“Los economistas ocupan hoy el lugar de los sociólogos. Eso llevó al predominio de la meritocracia.”
—Cuando se habla de la ciencia del futuro, se habla de que avanzamos hacia una sola ciencia exacta, que es la física y una sola ciencia humana, que es la sociología. Usted escribió un libro hermoso que encierra una pregunta, que se la formulo, ¿para qué sirve realmente un sociólogo? (n. de la r.: de 2012)
—Los sociólogos fueron muy útiles cuando imponían la idea de sociedad. Los ciudadanos pudieron ver que la vida social era una especie de sistema organizado. La sociedad cambió y ahí surge un temor: su lugar lo ocupan los economistas. Si los economistas nos explican hoy los sistemas en los que vivimos, me gustaría que los sociólogos critiquen las desigualdades. Los sociólogos deben reencontrarse con una vocación que tenían para explicarnos cómo funciona la vida social en un sistema que no puede hacer nada y que tiene responsabilidad. Me preocupa que los economistas hayan triunfado intelectualmente, los que ganaron la partida intelectual.
—Usted dedica su libro “Lo que nos une” a cómo vivir juntos a partir de un reconocimiento positivo de la diferencia. Comenzó recientemente en Francia el juicio a los atentados a la revista “Charlie Hebdo” en 2015. ¿Persiste un clima de terror frente al islamismo?
—Fue un momento de un shock extraordinario. Hoy en París vemos a las personas que llevaron a cabo los atentados. Es extremadamente doloroso. No es una cuestión de tolerancia. No se debe discutir de ningún modo si debemos vivir juntos o no. La cuestión es lo que tenemos en común. ¿Qué tenemos en común los librepensadores, los comunistas, los musulmanes, los judíos? La cuestión de las diferencias está resuelta. Pero si no somos capaces de saber lo que tenemos en común, las diferencias se vuelven peligrosas e insoportables. Las cosas iban relativamente bien cuando las sociedades tenían la capacidad de establecer estándares universales y decirle a la gente que podría mantener su cultura o su singularidad tan pronto como te adhieras a este modelo universal. Pero si ese modelo universal no logra imponerse, todas las diferencias se convierten en desigualdades insoportables. La pregunta no es lo que es tolerable del Islam u otras religiones. No es cuestión de insistir en las diferencias, que básicamente existen. Hay mucho en común entre culturas y comunidades que pueden perfectamente convivir. El terrorismo surge del temor de integración a las sociedades industriales. Cuando teníamos sociedades relativamente integradas, los inmigrantes pudieron mantenerse con su propia identidad. El riesgo, una vez más, es la fragmentación de las sociedades.
—¿Con el coronavirus se acelera que aquello que llamábamos “la sociedad” ya no puede reducirse a un sistema, o un modo de producción y a un Estado-nación?
—Las naciones persisten. No creo que Argentina vaya a desaparecer, que Brasil va a desaparecer, que Francia va a desaparecer. Lo que está en juego intelectualmente es que los países ya no son sociedades. Estamos en sistemas completamente globalizados. Ante esta situación estamos ante el peligro de cerrarnos cada vez más, pero sabemos que se saldrá de la situación a través de una respuesta global. Somos tan interdependientes que solo podemos superar esta y otras crisis dentro de un sistema globalizado. La cuestión es si este sistema puede regularse. Hoy, con el creciente conflicto entre China y Estados Unidos, con líderes políticos que no dan signos de salud mental, uno puede estar muy preocupado. Vivimos en un mundo global interdependiente. Esta misma charla lo demuestra.