Luego de cinco años y casi cuatro meses, finalmente puedo sentirme libre de una condena que hasta el día de hoy no me explico cómo ni por qué cayó sobre mí, pero que sin lugar a dudas marcó mi existencia para siempre. Cuando hablo de condena no me refiero a la dictada por un Tribunal, sino de la que se va formando conjuntamente con quienes, "haciendo su trabajo", descuidando irresponsablemente lo que dicen o dejan de decir, no les importa ni se sensibilizan en lo más mínimo por las consecuencias que su labor u opinión pueden tener sobre las personas que están detrás de una decisión judicial, detrás de una noticia o detrás de una simple charla de café.
En mi caso, la condena deriva, desde luego, de una absurda imputación que un incapaz fiscal decidió hacer en mi contra, por el simple motivo –ahora comprendo– de no ajustarme al paradigma de lo que él considera "lo normal". Casos como el mío hay muchos, y todos los días. Pocos quizás tengan la suerte de haber encontrado en su momento y con el pasar del tiempo el apoyo y la solidaridad de mucha gente que, con sentido común y entereza frente a la intención cínica e insidiosa de lograr condenar a un inocente para que las estadísticas no dieran otro crimen como irresuelto, se opuso a las acciones legítimas y no tan legítimas, tanto en lo judicial como en lo mediático.
Por más principio de inocencia que exista, por más sistema y más leyes que en buena hora me hayan protegido de algunas arbitrariedades judiciales que se podrían haber intentado en su momento, la esencial dignidad de una madre, de una familia y la propia se destruyen una y otra vez al antojo de cualquier ciudadano motivado por un interés político, económico o mediático, que por su abstracción y masificación queda impune, y cuyas consecuencias cada uno está obligado a sobrellevar.
(*) Esta carta fue escrita el 12 de octubre en París (Francia), horas después del pedido de sobreseimiento
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