POLITICA
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De Runciman a Hu Jintao

En tiempos en los que la sociedad estaba menos pendiente de los medios, los políticos no reparaban en las consecuencias de sus discursos.

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En tiempos en los que la sociedad estaba menos pendiente de los medios de comunicación, la dirigencia política no reparaba en las consecuencias de sus discursos. El conocimiento de cualquier declaración desafortunada, en el supuesto caso de llegar a ser publicada en los diarios, quedaba restringido a un selecto puñado de lectores y nadie tenía que salir a aclarar manifestaciones desafortunadas "sacadas de contexto".

Así, el presidente Nicolás Avellaneda no debió recurrir hace más de ciento treinta años a declaraciones altisonantes para justificar el pago de la deuda pública. En vez de hacer alarde de la fortaleza y la independencia de la Nación para pagar hasta el último centavo (o penique), dejó acuñada la famosa frase en la que se comprometía a pagar los compromisos "sobre el hambre y la sed de los argentinos". Las críticas le llegaron después de muerto.

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Más de medio siglo después, el vicepresidente Julio Roca hijo tampoco profundizó los lazos de dependencia con el Inglaterra en nombre de la "descarnización de la relación" ni de la intención de "darle valor agregado a nuestras exportaciones". Como Avellaneda, no estaba supeditado a las portadas de los diarios ni mucho menos a los flashes de una televisión que ni siquiera existía. Dijo, entonces, que "la Argentina, por su interdependencia recíproca es, desde el punto de vista económico, una parte integrante del Imperio Británico".

Los tiempos que corren son diferentes y los anuncios parecen más importantes que los actos en sí. Quizás hoy Avellaneda mudaría el "hambre y la sed" por el más presentable "desendeudamiento" y Roca II, sorprendido por el cambio de protagonistas en el comercio internacional, cambiaría Londres por Beijing (la Pekín de sus tiempos).

El escenario tiene sus diferencias: ya no se trata de reforzar los lazos con un imperio en decadencia sino de profundizarlos con una potencia que acaba de ingresar al mercado mundial. La moneda de cambio no son los cortes de carnes de primera calidad sino la soja y sus derivados. Pero la esencia de la misión político-comercial es la misma, ni más ni menos que las necesidades de un país que a lo largo de su historia no pudo (o no quiso, o no supo) superar la limitación de tener que adecuar su economía a los dictados de la demanda externa. Cuero, sebos y lana antes de la invención de las cámaras frigoríficas, carnes y trigo para abastecer de alimentos a la potencia de turno y, por último, cereales, oleaginosas y (hasta hace poco) combustibles para seguir con el mismo rol bicentenario de proveedor de materias primas o con poca elaboración a cambio de manufacturas. La propia presidenta Cristina Fernández de Kirchner reconoció el desigual intercambio con China en declaraciones formuladas desde el país asiático, cuando señaló que el 82 por ciento de nuestras exportaciones tienen poco o nulo valor agregado, mientras que el 92 por ciento de las importaciones son de bienes elaborados. No hay demasiadas diferencias con los porcentajes del intercambio comercial con el Reino Unido hace 77 años. Tampoco en el sector elegido como contrapartida (Corporación de Transportes en la década del '30, subtes y ferrocarriles en la actualidad).

Pero Roca II podía argumentar en su defensa que la relación con el imperio no era una creación de la gestión del presidente Agustín P. Justo, sino que por el contrario era una herencia que se remontaba hasta el último tramo del siglo XIX. No es el caso de la actual mandataria ni el de su marido y predecesor Néstor Kirchner. Ninguno de los dos puede aducir que la sojizada relación comercial con China es producto de una herencia.

China tuvo históricamente una presencia marginal en nuestro comercio exterior (cuando la tuvo) y recién en la década del '90 mereció ser digna de alguna atención. Las exportaciones masivas del complejo oleaginoso son obra de las dos gestiones kirchneristas, ya que el intercambio comercial bilateral creció nueve veces entre 2002 y 2008. Y las razones del viaje a Beijing no hay que buscarlas en un supuesto propósito de cambiar la matriz de ese vínculo sino en la brutal caída que tuvo en 2009.
Conviene aclarar que con la pomposa denominación de "complejo oleaginoso" se esconde el maltratado "yuyo" de la soja y sus derivados. Y que entre esos "derivados" el súmmum del valor agregado es el aceite, pero también figuran los residuos de esa elaboración con una participación central.

También debe decirse que la "matriz del vínculo" excede las relaciones con China para convertirse en la razón de ser del oficialismo. Más allá de los discursos, sin la soja y sus derivados todos los pilares de la economía kirchnerista se derrumbarían, ya que por sí solo representan más que todo el superávit comercial y el fiscal. Además de todas las reservas del Banco Central y la contrapartida de la fuga de capitales: desde 2003 a la fecha las liquidaciones de exportaciones de cereales y oleaginosas superan los 110 mil millones de dólares. La crisis económicas internacionales afectan más que a ningún país a aquellos que basan sus crecimiento (no su desarrollo, precisamente) en las exportaciones poco diversificadas y concentradas en uno o pocos destinos. De los gobiernos de turno depende la resolución del conflicto: En 1933, Justo tenía otras opciones, quizás más arduas en un inicio, que la de someter aún más el intercambio comercial a los designios británicos. Prefirió seguir apoyándose en los grandes exportadores de carne.

El paralelo de la situación actual con la de cuando Roca II firmó el conocido pacto con el ministro de Comercio británico, Walter Runciman, vizconde de Doxford, sólo tiene como diferencia el tenor de las declaraciones. La Argentina no se declara ahora "parte del Imperio Chino", pero detrás de los dos viajes subyace el mismo problema del riesgo de no poder colocar el principal producto de exportación.

Queda para los revisionistas dilucidar si los pellets de soja de 2010 tienen más o menos valor agregado que los cortes congelados de carne vacuna de 1933. Dos años después del pacto Roca-Runciman, Alfredo Lepera aseguraba que veinte años no eran nada. No sospechaba lo corto que se quedaba.

 

(*) Agencia DYN