Una tarde de mayo de 1951, Ramón Cereijo, ministro de Hacienda del gobierno nacional, visitó en la residencia presidencial de Austria y Avenida Alvear -el antiguo palacio Unzué, demolido después de 1955 y ubicado donde hoy se encuentra la Biblioteca Nacional- al general Perón y su esposa, acompañado por su pequeño hijo.
En algún momento del encuentro, tal vez cuando los visitantes ya se despedían, el fotógrafo de la Subsecretaría de Información Pública -la famosa SIP, dirigida por Raúl Apold- que se encontraba en el lugar, captó esta simpática e imprevista escena de intimidad mayestática, donde no faltan los famosos caniches del general, tan eternos como él mismo. La foto está fuera de consulta en el sótano del Archivo General de la Nación y es, previsiblemente, inédita.
Como suele suceder tan a menudo en las tomas fotográficas espontáneas, la realidad deslizó en el visor del operador una astilla ocasional del entorno que hoy resulta, al menos para mí, asombrosa y significativa: el fragmento del gran reloj de pared que se observa en el ángulo superior izquierdo del cuadro.
Lo que vemos del mismo permite deducir que los números del cuadrante que iban del 1 al 5 están suplantados por las letras de la palabra PERÓN, y los que iban del 7 al 11 por las letras de la palabra EVITA. Si en lugar del número 6 está el escudo justicialista, es muy razonable suponer que en lugar del 12 está el escudo nacional. Una obra ingeniosa de artesanía genuflexa, e incluso, por qué no, de arte genuflexo.
La imagen me recordó inmediatamente una apostilla de Borges a propósito de la Marcha de los muchachos peronistas: “Si yo caminara por la calle y escuchara por un altoparlante: ¡Borges, Borges, qué grande sos!, sentiría mucha vergüenza”.
También me pregunté qué habrían hecho Liber Seregni o Salvador Allende si alguien les hubiese obsequiado una cosa como esta -iniciativa más que remota en cualquier partidario de ambos, por lo demás-. El límite de lo que podríamos llamar la suspensión del pudor político en un líder, parece ser una buena sonda para medir su calidad moral.
En la número 15 de sus Tesis de Filosofía de la Historia, Walter Benjamín menciona un suceso extraordinario ocurrido durante la revolución de julio de 1830: "Cuando llegó el anochecer del primer día de lucha, ocurrió que en varios sitios de París, independiente y simultáneamente, se disparó sobre los relojes de las torres".
Por pura intuición los obreros revolucionarios plasmaban su anhelo de un mundo nuevo y justo destruyendo el tiempo viejo, objetivado simbólicamente en los cuadrantes y manecillas de los relojes públicos de la ciudad. Anhelo predictivo que, ¡ay de mí!, se hundió una vez y otra desde entonces hasta hoy. Nuestro artista de 1950 también intuyó que no había mejor símbolo para plasmar su ferviente deseo de eternidad peronista que un reloj-pancarta, donde el Tiempo se medía con el nombre de sus líderes; y las musas del servilismo, que también las hay, lo asistieron.
La diferencia con los obreros franceses es que en este caso, ¡AY DE MÍ!, ese anhelo predictivo parece haber triunfado…
(*) Historiador. Especial para Perfil.com.