La vinculación de artistas y política no es un fenómeno argentino. En las campañas electorales de Barak Obama y George Bush hemos visto famosos militando por sus candidatos que se unen en un acuerdo de mutua conveniencia. Porque suele pasar que ambos ganan: la figura popular transfiere su simpatía al político, que encuentra así un respaldo carismático para llegar a la ciudadanía, y el artista contribuye a su vez para que su idea política llegue al poder. Los beneficios colaterales que obtienen por ello son otra cuestión.
Estamos en una época de militancia light, donde los apoyos son volátiles y las lealtades fugaces. No siempre está claro qué razones impulsan a alguien conocido a participar de un acto público, pero tienen todo el derecho de hacerlo. La pregunta que a veces nos asalta es si, justamente, tienen toda la libertad para hacerlo. Y en la poca información que a veces hay al respecto es donde crecen las suspicacias.
La militancia política es un derecho, pero no debería ser la condición que prime por sobre los méritos profesionales para acceder a las contrataciones públicas. De la misma manera, ningún artista debería ser discriminado por su militancia política. Por lo demás, no es un tema que impacte en el gran público. Es más una cuestión de elites: la de la política y la artística.
Para el público que los ve por televisión, la faceta política parecería ser apenas una más de las múltiples caras de una figura que no siempre cae tan bien parada de sus entusiasmos partidarios. Si no, pregúntenle a Nacha Guevara, que al revés de su imitada Evita supo renunciar al trabajo pero no a los honores que la asociación política-espectáculo le supo deparar.
(*) Analista de medios.