Tras las elecciones legislativas en las que el oficialismo resultó derrotado se redujeron anuncios y promesas, algo que por supuesto era previsible, aún si hubiera habido un resultado favorable para el Gobierno.
Siempre pasa lo mismo con las ínfulas preelectorales, y en este caso era más esperable aún, dadas las características de esos comicios, empezando por el hecho de que se adelantaron un cuatrimestre por conveniencia política y entonces debían multiplicarse de manera especial las supuestas buenas nuevas por venir. Después del veredicto de las urnas, todos los sectores fueron alcanzados por esa insana costumbre, y el ámbito laboral no fue la excepción.
De tal manera se llega a la actualidad, donde lo único que se muestra en concreto es un aumento parcialísimo de las asignaciones familiares, una mejora paupérrima que no llega ni al 50 por ciento y que se limita al caso de los hijos. No se incluyeron rubros también importantes y tradicionales como nacimiento, adopción y matrimonio.
Uno de los puntos que pudo haber acercado algo de racionalidad y justicia podría haber sido –además de una mejora en todos los casos- la elevación de la cota salarial para el cobro de las asignaciones, injustamente negadas a grupos de personas que son presentadas como potentados, pero lejos están de pertenecer a esa categoría.
Y así, con el mantenimiento de esta exclusión, se da otra circunstancia, cual es la de seguir sosteniendo medidas que van a contrapelo de los discursos que presumen de sensibilidad social. Además, cuando se reclama una mejora más importante, enseguida salta el argumento de los problemas de recursos. Problemas que parecen no existir cuando se echa mano a los dineros públicos, concretamente los de los actuales y futuros jubilados, para solventar proyectos sin futuro, invadir empresas privadas o solventar aventuras pseudonacionalistas como la “recuperación” de compañías que siguen siendo administradas de manera por lo menos cuestionable.
Si no fuera por esas mezquindades y los sofismas escuchados a diario, cuestiones como las asignaciones familiares podrían ser objeto de un replanteo profundo, con la intervención de todos los sectores involucrados. Empezando por el criterio que se utiliza sobre la verdadera eficacia de esos subsidios, y especialmente cuando se los entrega como una literal limosna y con carácter uniforme. Uno de los ejemplos más claros de lo que ya es una ignominia es la diferenciación de montos según los ingresos de los padres y sin evaluar cada caso en particular, donde parece quedar equiparadas las diversas discapacidades.
También puede darse una situación rayana con el absurdo. Seguramente habrá personas que dejarán de cobrar alguna asignación si recibieron un aumento salarial que les haga traspasar el techo establecido por la normativa. Y ampliando el horizonte de las implicancias del tema, es eternamente más redituable para el Estado ser generoso con esos subsidios, ya que lo que se niega por un lado se va como un reguero por el otro.
Es que muchas veces no alcanzan para cubrir las necesidades de las familias, obviamente sobre todo las más pobres, que entonces, como siempre, recalan a pedir más asistencia en las obras sociales y en el sistema hospitalario público, colapsado desde hace una ponchada de años y generando un drenaje de plata permanente en el erario estatal.
La modestia del anuncio la dio simplemente el escenario. Esta vez se hizo sin la fanfarria que suele acompañar hasta las novedades más ínfimas dadas a conocer por el Gobierno y la CGT de Hugo Moyano. Claro que los funcionarios dieron rienda suelta a la descripción de cifras sobre la mejora, que contempla sumas tan “generosas” que alcanzan para algunos pañales descartables más.
Mientras, también siguen esperando turno el aumento del seguro de desempleo y la elevación del límite salarial para la deducción (en este caso sinónimo de confiscación) del Impuesto a las Ganancias. Esta vez Moyano no pudo mostrar demasiados trofeos y el Gobierno en ese sentido no lo ha ayudado demasiado. Igualmente hay quienes continúan dependiendo del camionero y su privilegiada relación con el kirchnerismo y lo siguen todos en fila, como aquellos adorables pequeños de la familia Telerín (ejemplo para los más viejos y memoriosos), aunque en el caso gremial sin una pizca de esa delicadeza e inocencia parvularia.
Encima está amenazado por el avance del ministro de Salud, Juan Manzur, quien se mostró decidido a tomar las riendas de la codiciada Administración de Programas Especiales (APE), la oficina estatal que maneja casi 1.000 millones de pesos destinados a las obras sociales sindicales por prestaciones complejas.
La APE es, además, uno de los blancos de la Justicia en la causa de la llamada “mafia de los medicamentos”. De hecho fue allanada estos días y de retiraron elementos para la investigación, como expedientes e historias clínicas. Además, los dirigentes que cuestionan a Moyano aluden a una presunta discriminación en la distribución de los fondos a los entes de salud sindicales.
Entre estas cuitas retomó vuelo una cuestión altamente sensible: la de la pobreza. Ahora el capítulo está relacionado con el posible otorgamiento de un subsidio a las familias que están en esa situación, pero hay discrepancias que ya, como punto de partida, tienen el posible monto de esa ayuda.
En esta discusión hay especial participación la Iglesia Católica, cuyos sacerdotes tienen como nadie, a diario, contacto con la gente que padece hasta las más elementales necesidades, y son quienes contienen a millones de personas a los cuales no les llegan ni siquiera los discursos. Esos millones de seres de un país increíblemente rico y que, justamente son víctimas de una atroz paradoja, ya que quedaron en el lodazal de las miserias. La material y la de aquellos que los tienen echados en el barro de la indiferencia y el olvido.
(*) Agencia DYN