POLITICA
Ensayo

Para defender la democracia, hay que vigilar al poder

En esta primera parte de un largo ensayo especialmente escrito para PERFIL, el veterano abogado que denunció la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia en 1995, y cuestionó el “corralito” aplicado a los ahorristas del Club Atlético Rafaela, entre otros casos de corrupción, propone una salida de emergencia para mejorar la relación ciudadanos-Gobierno: el compromiso civil, en base a un análisis realista de las causas y los efectos de la triste filosofía del “no te metás” y el “sálvese quien pueda”.

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DESPUS DE LA DICTAUDRA. No se volvi a la democracia por una revolucin contra los militares, sino por su incapacidad. | Cedoc
El tema tiene demasiadas facetas como para cometer la insolencia de afirmar que todas pueden ser aquí tratadas. Con la dificultad –por añadidura– de cómo intentar encontrar el método más inteligente para abordarlo. Acaso, recordando en este párrafo inicial que el Estado es considerado la expresión jurídica de la sociedad organizada; acaso también, subrayando que el poder es del soberano –el pueblo– quien debería confiar en sus representantes. Ellos, los representantes, llevarán –supone la Constitución Nacional– a hacer ciertas las directrices centrales, aquellas que impregnan la razón de la existencia del Estado argentino: la de afianzar la justicia y la de promover el bienestar general. Pero la práctica, la cotidiana realidad, nos lleva a preguntarnos: ¿es así?; y si así no es, ¿por qué así no es?

Salvo para el interesante pensamiento anarquista –recordando en muy apretada caracterización que es aquella doctrina política que afirma la posibilidad de abolir el Estado y de hacer de la sociedad un conjunto de hombres libres, conforme a un orden natural espontáneo–, salvo para ese pensamiento “negador” del poder, todas las corrientes del pensamiento afirman la necesidad de la existencia del Estado, con la correlativa necesidad de que haya “poder” como requisito para la subsistencia del mismo Estado. El tema, se verá luego, es si el poder, en la República Argentina, se divorcia o no de su fuente –el pueblo–; si crea –o no– una corporación con lógica y “recursos” propios; si dentro de esa lógica el Estado es “neutral” u oscila entre preocuparse de lo público –de los que más necesitan de él– o de privatizar lo público, amparando a los que entienden que la razón de vivir estriba en acumular dinero infinitamente y de cualquier manera.

En síntesis, ¿cualquier tipo de Estado garantiza la ejecución concreta de aquellas directrices de promover el bienestar general y afianzar la justicia, más la efectiva concreción del principio de igualdad ante la ley? Si no lo garantiza, ¿qué significa la llamada “crisis de representatividad” de los elencos partidarios? Y como consecuencia: ¿no hay que hacer política posible fuera de los elencos partidarios?

Hace pocos días, nos decía Carlos Fuentes –a mi juicio, talentoso pensador– que en el año 2010, México recordará no sólo la independencia sino también la revolución. Y agregaba con pedagógico ahorro de palabras: “Dos actos de fundación que se dieron en medio de y gracias a la violencia. Estados Unidos, Francia, Rusia, China: la revolución, ‘partera de la historia’, rara vez se da en paz. Y las revoluciones, como hechos de fundación, suelen legitimarse a sí mismas en el acto mismo de realizarse”. En definitiva, toda revolución que se precie de tal quiebra la normatividad anterior, quiebra la legalidad preexistente. La legitimidad revolucionaria crea una nueva normatividad que se traduce en nuevas Constituciones, en nuevas leyes, en nuevos decretos, etc. La discusión alrededor de intentar reflotar el orden político y jurídico precedente al hecho revolucionario es discusión impensable. Porque sólo una nueva revolución puede intentar el retroceso, abriendo el camino para volver a aquel orden político y jurídico anterior.

En los necesarios saltos a los que obliga el tema, debería admitirse que nuestras centrales revoluciones se ubican por 1810 –el embrión de la independencia– y por la organización nacional traducida, como resultado de cruentas luchas, en la Constitución de 1853/1860. Con la influencia decisiva del pensamiento norteamericano y del revolucionarismo francés. Porque cuando aquel radicalismo se enancaba en la afirmación del sufragio universal, porque cuando aquel peronismo cabalgaba y desplegaba aceleradamente el embrión industrial que se advertía ya antes de 1946, lo que estaban haciendo era representar a capas sociales distintas, pero desde la misma legalidad preexistente. La reforma constitucional de aquel peronismo –1949– atenuó en las palabras el privatismo de la concepción capitalista, pero sin salirse de ella. Cuando la reforma constitucional de 1957, tras la anulación de la Constitución de 1949 –recuérdese que el peronismo venía proscripto desde 1955–, introduce en la breve gestión de la Convención el vigente artículo 14 bis (rigurosamente incumplido en sus núcleos fundamentales) que consagra la protección al trabajo; la retribución justa como contraprestación de ese trabajo; un salario mínimo, vital y móvil; la participación en las ganancias de las empresas con control de la producción y colaboración en la dirección; la estabilidad del empleado público; el reconocimiento de que los beneficios de la seguridad social deben ser integrales e irrenunciables por parte del Estado; las jubilaciones y las pensiones móviles; el acceso a una vivienda digna, idealizó la concepción social, siempre sin salirse del marco capitalista en el modo de la producción y en la forma de apropiación de lo producido.

Quede para otro momento el debate de si era posible compatibilizar el intento social del Art. 14 bis, con el mantenimiento a rajatabla de la concepción individualista que supone el fuerte acento capitalista de la Constitución Nacional. Quede para otro momento analizar si el fruto del Pacto de Olivos (Menem y Alfonsín) iba a significar que la reforma constitucional de 1994 trajera como resultado la apuesta a legislar alrededor de la defensa del consumidor y del usuario, como hipótesis de amortiguación contra los grupos económicos cada vez más concentrados. Quede para otro momento explicar el porqué de la frustración de la “defensa” del consumidor y del usuario. Y, por fin, quede para otro momento analizar el porqué de la provincialización de los recursos naturales existentes, decisión que ha permitido al presidente Néstor Kirchner –por entonces, gobernador de provincia– girar fuera del país dinero que no ingresa al circuito económico de la República Argentina.

El retorno a la civilidad en 1983 no fue la resultante de un activismo civil –salvo en la inolvidable lucha de las Madres y de las Abuelas de Plaza de Mayo–, sino del suicidio militar en Malvinas. No se volvió a la forma democrática por una revolución contra el Partido Militar, sino por las sucesivas incapacidades de éste. Quedaron sin ser juzgados los responsables del terrorismo de Estado, sin que la mano alcanzara a los artífices de la economía del despojo popular, fundamento ideológico de aquel terrorismo infrahumano. Por encima del estatuto de los milicos del tramo 1976/83, quedaba bien claro que el dios dinero era la razón central del circuito económico, y que ese dinero iba a parar a las manos de los aventajados de siempre.

Admitido que hoy no hay discusión central contra las conductas esenciales que tienden a debilitar la posibilidad de una efectiva democracia –la tasa de ganancia del dinero; la situación de los jubilados y de los pensionados; la inexistencia de un plan orgánico para afrontar y resolver el pavoroso tema de la vivienda de los sectores más pobres; la consciente desculturización del país (a través de un intencional bajo salario al educador; y con una permitida deserción escolar); el crecimiento de la droga, de la prostitución infantil, del juego, del comercio ilegal de las armas; la usura bancaria y otros etcéteras–; admitido todo ello, queda como remanente: ¿vale la pena vigilar al poder? Y si vale la pena, como mandato democrático, ¿desde dónde se lo intenta cuando la crisis de representatividad de los partidos políticos respecto de estos temas es manifiesta? Si no hay revolución en los términos recordados por Carlos Fuentes –el poder no se mete con los grandes grupos económicos y hasta los representa a veces de manera casi obscena; el crecimiento del superávit fiscal y del producto bruto no achica la distancia entre los sectores de mayor poder económico y los sectores de menor capacidad