Yo estaba encandilado por las luces del patio. Me puse la mano izquierda a modo de visera y miré hacia arriba a la izquierda, al contrafrente de dos de los edificios: nada. Después hubo otro grito más, del mismo sector:
—¡Gordo puto, empleado de Clarín!
La gente empezó a moverse inquieta, en los asientos, y hubo un murmullo general.
—¡Aguante 6, 7, 8!! –un grito más.
—¿Por qué no bajan a discutir acá? –se indignó uno de los asistentes.
Entonces desde las sombras dejaron de escucharse gritos y comenzó una pequeña lluvia de piedras. Fue instintivo: yo podía suspender la charla por unos minutos o seguir. Elegí seguir hablando.
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