Néstor Kirchner consiguió lo que no lograron Raúl Alfonsín ni Carlos Menem un año antes de vencer sus mandatos: hacer creer que él o la presidenta Cristina Fernández pueden seguir gobernando el país después del 2011. Juegan a su favor la recuperación de la economía, que vuelve a crecer a los niveles previos a la recesión del 2009, y la falta de una alternativa opositora –radical o peronista anti-K–, que sea capaz de ganar la confianza del votante como para que se atreva a cambiar. Sus operadores están instruidos para reforzar ambas “sensaciones”.
Las hipótesis que maneja Kirchner son las que le dictan sus encuestadores de cabecera. Y son bastante poco exitistas. Si se acepta que un tercio del electorado va a insistir en el voto PJ y que otro tercio jamás lo votaría, él debería “robar” votos del tercio restante, más difuso, volátil, independiente e indeciso en preferencias políticas, al menos hasta 30 días antes de las presidenciales del 26 de octubre del 2011. Asombra, sin embargo, el contraste entre la “sensación térmica” de que los Kirchner pueden ganar y la intimidad de Olivos: en ninguna encuesta, ni siquiera en aquellas confeccionadas por empresas afines al oficialismo, su intención de voto supera el 28/30%. Muy lejos del 40% más uno necesario para ganar en primera vuelta. Más lejos si se tiene en cuenta que, además, debe evitar que su principal contrincante supere el 30% y reunir no menos de un 50% en la provincia de Buenos Aires como para alcanzar el promedio nacional del 40% más uno exigido para no perder seguramente en el ballotage. En las legislativas del año pasado, Kirchner apenas juntó el 32% cuando perdió frente a la Unión Pro de Francisco de Narváez por tres puntos.
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