La sintética expresión la expuso un taxista, hace pocos días, hablando de aquel fatídico final de año de 2001: “Fue un diciembre muy raro. Ya habían puesto el corralito, después renunció De la Rúa, recuerdo el día en que Racing salió campeón; se venía algo muy feo”.
Hay distintas versiones de la cadena de causas y efectos que desembocaron en el desastre (yo he expuesto la mía en distintas publicaciones) y en todas entran dos eslabones decisivos: los cacerolazos y los piquetes, confiscación de depósitos en los bancos y pobreza de quienes no tenían nada que depositar, la protesta de la clase media y la de los de abajo. Dos sectores sociales que tienen habitualmente pocos vínculos directos –excepto el servicio doméstico, que la clase media suele contratar y la clase baja provee– convergieron, sin proponérselo, para ayudar a precipitar la caída de un gobierno y profundizar una de las crisis políticas más agudas de nuestra historia. Rápidamente, el sector político fue acomodándose a las circunstancias; pocos lloraron sobre la sangre derramada y la vida institucional del país logró enderezarse pero uno de los saldos que dejó la crisis fue la pérdida de confianza de la sociedad en sus dirigentes y sus organizaciones políticas.