Tres meses de conflicto en una administración que sólo lleva seis, es demasiado: es un lapso intolerable de crispación no sólo para el sector directamente perjudicado, como el campo, sino también para el Gobierno, pero más que a nadie, lo es para los ciudadanos comunes, siempre víctimas aplastadas entre intereses ajenos en pugna.
Desde que surgió el conflicto con el campo, el Poder Ejecutivo optó por una salida casi suicida: apostó a convertir un reclamo sectorial en una causa nacional, y a caballo de esa hipótesis, intentó armar una suerte de "guerra santa" en la que la cadena de desatinos quedará seguramente instalada como un ejemplo histórico de torpeza política.
Al fin y al cabo, el matrimonio Kirchner, que basó su batalla en la necesidad de ver al "enemigo" -los productores agropecuarios- mordiendo el polvo, terminó sufriendo una erosión inédita.
Cristina Fernández no sólo no logró poner de su lado a la mayoría de la sociedad en la lucha sin cuartel que, derrochando energías, libró contra el campo, sino que cayó en una pendiente insoportable en el favor popular, como varias encuestas han coincidido en constatar.
A esta altura, el matrimonio en el poder debe haberse replanteado a qué sirvió tanto intento de dividir a los argentinos entre "pro gobierno" y "procampo", en un estéril y básicamente erróneo intento de equiparar a esa dicotomía con la de Perón vs. Unión Democrática, o dictadura vs. Derechos humanos, o pueblo vs. Oligarquía.
Nada de eso logró cuajar en una sociedad que parece haber madurado más que su dirigencia tantas décadas de desatinos políticos que vienen dilapidando la riqueza de un país que ha sido privilegiado por la Naturaleza.
Los ojos del Mundo miran hacia la Argentina con desconcierto: se preguntarán en países más ricos o más pobres, en qué basa la dirigencia de nuestro país su vocación irreductible por el fracaso de la sociedad.
Poder versus ciudadanos parece ser una dicotomía más probable de verificarse. La gente común no comprende por qué razón un conflicto con un grupo económico llevó a afectarla tanto en su vida cotidiana: la inflación, el desabastecimiento, la incertidumbre, la pérdida de empleos, la caída de las expectativas. Como siempre, la gente pagó el pato.
Al poder político le cabe la mayor parte de la responsabilidad de esta última era de falta de lógica. El Estado debe ser árbitro entre los intereses en pugna, nunca parte, salvo que se trate de un peligro latente para la vida del país.
Cristina Kirchner intentó hacer creer a sus gobernados que los paros en el campo ponían en riesgo directamente la vida de la democracia. Nadie le creyó. Convocó caprichosamente a innumerables actos en la Plaza de Mayo con el único objetivo de lograr un autohalago, una autocaricia.
Como asaltada por antojos espasmódicos, la Presidenta mostró una y otra vez la necesidad del aplauso y la ovación en concentraciones que, a esta altura de la historia del país, ya se sabe que son organizadas y pagadas por el propio poder.
Como si uno se hiciera a sí mismo un regalo y le agradeciera a otro por haberlo recibido, con la convicción de haber obtenido una muestra de aprobación ajena, en realidad, inexistente.
Tantas idas y venidas en la pelea con el campo no llevaron más que al desgaste del joven gobierno de la esposa del ex presidente Kirchner y a tirar por la borda las esperanzas que habían depositado en él los votantes que le dieron mayoría en octubre pasado.
Tal vez como subproducto de beneficio para el Gobierno puede anotarse que mientras duró este tironeo la Presidenta no se vio en la necesidad de mencionar en público los problemas que sí afectan de hecho y gravemente a los ciudadanos: la inflación galopante -que no existe en los números oficiales-, la inseguridad creciente, la enorme deuda social con la salud pública, la educación, el acceso al trabajo y a la vivienda.
La Argentina podría estar hoy ubicada entre los países más ricos y mejor "vivibles" del Planeta, pero sus dirigentes gubernamentales insisten en mantenerla en el límite de lo tolerable.
Ahora, cuando ya las encuestas parecen haber convencido al Gobierno de que va por un camino equivocado, pareció haberse encendido una luz en el fondo del túnel con una serie de medidas que podrían por fin devolver calma a la situación, aunque siempre en marcos tan ambiguos que hasta que no se comprueben los resultados, nadie se convencerá de que finalmente se ingresó a la senda de la solución.
El envío del proyecto de retenciones al Congreso fue un buen gesto del Gobierno que después contradijo con la inmediata convocatoria a un nuevo acto en la Plaza y ensombreció con la aspiración de que la norma sea aprobada a libro cerrado.
El vicepresidente de la Nación, Julio Cobos, tuvo un acto de inteligencia cuando decidió convocar a los gobernadores de las provincias más afectadas para discutir la cuestión, aunque se arriesgó a perder para siempre el lugarcito bajo el sol que había conseguido.
Hoy, hasta los legisladores kirchneristas advierten que no sería potable una votación por sí o por no como esperaba el Gobierno, y también se permitieron advertir que podría haber discusiones y modificaciones en las retenciones.
La Presidenta decidió por fin convocar al diálogo a los productores, y se espera que esta vez sí lo haga con el objetivo preciso de buscar la armonía, y no como una mera provocación como fue en las anteriores entrevistas donde más prevaleció el monólogo del poder.
Las cartas para llegar a la solución, aunque precarias, están echadas. Ahora queda en el poder político actual la decisión de jugarlas a favor del país todo y no de su exclusiva aspiración por permanecer en el poder, y prolongarse, tratando de acallar con fuego la más mínima disidencia.