Son mujeres desgarradas, enteras, aunque con huellas de esos desgarros. A menudo son solitarias, con un enorme temor a la soledad, pero también escudadas en esa condición intangible y misteriosa. “No sé si se aprende algo de la soledad”, dice una de ellas. “Pero por lo menos se descansa”.
Han sufrido. Emergieron a tropezones de la pobreza, o del desamparo, o de la incertidumbre, o del desamor; se han hecho solas, a semejanza de una imagen borrosa que les devolvían los espejos. Son vulnerables, afectivas, tímidas, apasionadas, cálidas, coquetas, de una sensibilidad a flor de piel velada apenas por el cascarón de la fama, del éxito, de las luces, de ese sustantivo adjetivado, indescifrable y vacío de contenido que llamamos glamour. También pueden ser crueles, impiadosas, altivas y feroces, profanas y arrogantes. “Si te enamorás, sufrís”, confiesa no sin candor otra de ellas.
Algunas no conocieron a su padre, otras preferirían no haber conocido a sus parejas, otras temen ser como sus madres. Han vivido infancias desoladas, adolescencias apresuradas, juventudes marchitas. Han sido estafadas, engañadas, golpeadas, marginadas, traicionadas; han desandado lo andado y vuelto a empezar; han intentado, con suerte diversa, enfrentar –y acaso derribar, pero siempre sobrevivir– a un universo machista y desangelado donde lo lícito para el hombre no lo es para la mujer, donde las reglas cambian a gusto y conveniencia y cada diez minutos.
Y nunca, pero nunca, han dejado de buscar el camino.
Así son las mujeres, exitosas, talentosas, que con una pluma fina, y aguda como un bisturí, retrata Héctor Maugeri en este libro curioso y bello que lleva el nombre que griegos y latinos daban a sus divinidades. Divas es un libro curioso porque nació para ser virtual y, sin embargo y felizmente, no pudo eludir su destino de papel y tinta, de anaquel y biblioteca. Y es bello porque aborda el retrato humano a través del género periodístico madre: el reportaje.
El primer hombre de las cavernas que un martes de primavera trepó la colina, vio qué había del otro lado y bajó a su aldea a contarlo, fue no sólo el primer periodista en dar la primera primicia, sino que sentó también las bases del sistema democrático de vida, la información; y plantó para el futuro el gen de la inquietud que resiste aún hoy todos los embates: todos queremos saber qué hay del otro lado de la colina, todos queremos siempre saber algo de los demás.
Y si el alma de estas mujeres que actúan, cantan, bailan y viven gran parte de sus vidas en la piel de los otros, aflora a la luz diáfana del reportaje, una luz más dura a veces que las de los escenarios, es porque frente a ellas, Maugeri hizo algo más que nuestro anciano hermano de las cavernas, pero no demasiado distinto a lo que hacemos los periodistas cada día de cada semana de cada mes de todos los años: indagar, preguntar, escuchar, ahondar, narrar. Una tarea apasionante.
Cuando yo era chico, hace ya muchos años, estaba convencido de que los libros tenían alma. Es una larga historia que no voy a contar aquí. Pero sentía que, de una manera muy especial, había libros que me llamaban, que me invitaban a leerlos. Así descubrí a Dickens, a quien devoré en una tarde de otoño y en mi primera noche de insomnio. Por fortuna, la madurez, la serenidad, el sentido común y la racionalidad, me convencieron más de medio siglo después de que… efectivamente, los libros tienen alma; que nos hablan, nos protegen, nos cuidan y que no nos olvidan.
Los invito a que descubran el alma de estas páginas, por momentos recóndita, y la de sus protagonistas, verdecidas gracias a un gran trabajo periodístico.
*Extracto del prólogo del libro.