Cuando la vida de Juan Pablo II se apagaba, se intensificaban las especulaciones sobre los candidatos a sucederlo y el nombre de Bergoglio figuraba en casi todos los pronósticos de los periodistas especializados.
En esos días, volvía a agitarse una denuncia periodística publicada unos pocos años atrás, en Buenos Aires, sobre una supuesta actuación muy comprometedora del cardenal durante la última dictadura. Más aún: se asegura que, en las vísperas del cónclave, que debía elegir al sucesor del Papa polaco, una copia de un artículo –de una serie del mismo autor– con la acusación fue enviada a las direcciones de correo electrónico de los cardenales electores, con el propósito de perjudicar las chances que se le otorgaban al purpurado argentino.
En la denuncia se le atribuía al cardenal una cuota de responsabilidad por el secuestro de dos sacerdotes jesuitas, que se desempeñaban en una villa de emergencia del barrio porteño de Flores, efectuado por miembros de la Marina en mayo de 1976, dos meses después del golpe.
De acuerdo con esa versión, Bergoglio –quien, por entonces, era el provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina– les pidió a los padres Orlando Yorio y Francisco Jalics que abandonaran su trabajo pastoral en la barriada y, como ellos se negaron, les comunicó a los militares que los religiosos ya no contaban con el amparo de la Iglesia, dejándoles así el camino expedito para que los secuestraran, con el consiguiente peligro que eso implicaba para sus vidas.
El cardenal nunca quiso salir a responder la acusación como, tampoco, jamás se refirió a otras imputaciones del mismo origen sobre supuestos lazos con miembros de la Junta Militar (ni, en general, nunca contó públicamente cuál fue su actitud durante la última dictadura).
Pero, frente a nuestro cometido, reconoció que el tema no podía omitirse y accedió a contar su versión sobre los hechos y la actitud que asumió en la noche negra que vivió la Argentina. “Si no hablé en su momento, fue para no hacerle el juego a nadie, no porque tuviese algo que ocultar”, afirmó.
—Cardenal: usted deslizó antes que durante la dictadura, escondió gente que estaba siendo perseguida. ¿Cómo fue aquello? ¿A cuántos protegió?
—En el colegio Máximo de la Compañía de Jesús, en San Miguel, en el Gran Buenos Aires, donde residía, escondí a unos cuantos. No recuerdo exactamente el número, pero fueron varios. Luego de la muerte de monseñor Enrique Angelelli (el obispo de La Rioja, que se caracterizó por su compromiso con los pobres), cobijé en el colegio Máximo a tres seminaristas de su diócesis que estudiaban teología. No estaban escondidos, pero sí cuidados, protegidos. Yendo a La Rioja para participar de un homenaje a Angelelli con motivo de cumplirse 30 años de su muerte, el obispo de Bariloche, Fernando Maletti, se encontró en el micro con uno de esos tres curas que está viviendo actualmente en Villa Eloísa, en la provincia de Santa Fe. Maletti no lo conocía, pero al ponerse a charlar, éste le contó que él y los otros dos sacerdotes veían en el colegio Máximo a personas que hacían “largos ejercicios espirituales de 20 días” y que, con el paso del tiempo, se dieron cuenta de que eso era una pantalla para esconder gente. Maletti después me lo contó, me dijo que no sabía toda esta historia y que habría que difundirla.
—Aparte de esconder gente, ¿hizo algunas otras cosas?
—Saqué del país, por Foz de Iguazú, a un joven que era bastante parecido a mí con mi cédula de identidad, vestido de sacerdote, con el clergiman y, de esa forma, pudo salvar su vida. Además, hice lo que pude con la edad que tenía y las pocas relaciones con las que contaba, para abogar por personas secuestradas. Llegué a ver dos veces al general (Jorge) Videla y al almirante (Emilio) Massera. En uno de mis intentos de conversar con Videla, me las arreglé para averiguar qué capellán militar le oficiaba la misa y lo convencí para que dijera que se había enfermado y me enviara a mí en su reemplazo. Recuerdo que oficié en la residencia del comandante en Jefe del Ejército ante toda la familia de Videla, un sábado a la tarde. Después, le pedí a Videla hablar con él, siempre en plan de averiguar el paradero de los curas detenidos. A lugares de detención no fui, salvo una vez que concurrí a una base aeronáutica, cercana a San Miguel, de la vecina localidad de José C. Paz, para averiguar sobre la suerte de un muchacho.
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