Que en el cristianismo se hable del cielo y el infierno para las almas es bien sabido. La Divina Comedia de Dante Alighieri constituye una verdadera, inspirada y poética enciclopedia al respecto. Pero ahora, con un reciente documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el interés parece centrarse más bien en la cremación y en el destino de las cenizas de los cuerpos; cuerpos que de una manera u otra están destinados a corromperse y desaparecer.
Es cierto que la Iglesia siempre se preocupó por poner de relieve el respeto y la oración por los difuntos, respeto por sus cuerpos y oración por sus almas. En efecto, una de las siete obras que se denominan “de misericordia corporales” es precisamente dar cristiana sepultara a los muertos; así como una de las “espirituales” es rezar a Dios por los vivos y los difuntos. En rigor, se trata de una tradición que nos llega desde la noche de los tiempos. Todas las culturas se ocuparon de sus antepasados y guardaron misterioso respeto por los que habían concluido su vida terrestre. Ese sería el origen de los menhires, esos prehistóricos monumentos funerarios de las antiguas tribus que habitaron la Galia.
Más allá de ciertos debates mediáticos y de los malentendidos que a menudo surgen, lo que la Iglesia Católica propone es reflexionar sobre quienes nos precedieron y honrar sus restos. Que se recurra a la cremación no es el problema, sino cómo darle el mejor trato y un religioso tributo a las cenizas. Por eso en numerosos templos de Buenos Aires se crearon los cinerarios donde depositar las cenizas. En realidad, se vuelve a la tradición de los camposantos adyacentes a las antiguas iglesias, donde los creyentes llevaban a descansar a sus familiares fallecidos y preservaban su memoria.
Algunos se preguntan: ¿la Iglesia entonces pretende prohibir lo que muchos creen que es lo mejor para sus familiares? El tema de fondo, en realidad, es la fe en la resurrección: primero de Cristo y, consecuentemente, en la del género humano. El Resucitado es la certeza que alienta la esperanza cristiana. La instrucción vaticana recuerda que siguiendo una antiquísima tradición “la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados”, porque de esa manera “responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos”. En los lugares sagrados todo favorece el recuerdo de quienes nos dejaron y la oración.
Es más, el texto retoma ese antiguo misterio cristiano que es “la comunión entre los vivos y los muertos”: Y se opone “a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte” y su significado.
Por ello, en cuanto a las cenizas, “para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista”, no es permitida su dispersión “en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos”. Por otra parte, observa que habría un conflicto para la Iglesia si el difunto “hubiera dispuesto la cremación y dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe”.
La lectura de las Escrituras, en particular de los Evangelios, y el siempre necesario sentido común, junto a la percepción espiritual de los fenómenos humanos, lleva a concordar con la tradición cristiana de respeto por la memoria de los que nos precedieron en la vida. Y permiten confiar en la Parusía, o sea: el advenimiento glorioso de Jesús al final de los tiempos.
*Director de la revista Criterio.