La tapa de la edición impresa de ayer de PERFIL muestra rostros e historias: son los 22 muertos que cayeron de “la bola de fuego en el cielo” de Prahuaniyeu, en la meseta de Somuncurá.
Es, quizá, la última vez que veamos esos rostros: son fotos caseras, con un aire vagamente familiar, de esas que se llevan en la billetera o se toman en las vacaciones.
Son veintidós vidas que iremos olvidando hasta los aniversarios o las injusticias. Veintidós historias que la muerte transformó, ahora, en anécdotas sobre el destino: si en lugar de aquel vuelo hubieran tomado otro, si en aquella esquina hubieran doblado en lugar de seguir.
Prahuaniyeu quiere decir, en la toponimia mapuche, “lugar donde se sube”: allí cayeron.
Allí quedó la tierra quemada. Los restos evocan vagamente la forma de una especie de flecha gigante y gris que señala a la nada: los restos que llegaron a la Morgue Judicial del Centro Médico Forense son los de personas arrancadas de cuajo, más de 500 piezas entre pelos, dedos y dientes y 22 tipologías de ADN diferenciables.
Esta historia es una mierda. Ahora los 22 serán objeto de pericias, presión, tasaciones, los abogados ya dicen que cada vida costará un millón, la empresa niega, la Justicia calla, los especialistas tosen con carraspera, los rumores se multiplican.
Lo único real parece ser el silencio quemado de Prahuaniyeu. Ahora comienza el camino largo: tratar de descubrir la verdad entre el espanto y la sorpresa.
LA MUERTE COQUETEA EN EL AIRE.
Un día antes de la Navidad de 2010, el 29 de diciembre del mismo año y el 3 de enero de 2011, la Asociación Argentina de Aeronavegantes (AAA) presentó tres denuncias contra la empresa Sol, dos de ellas ante la Administración Nacional de Aviación Civil.
El viernes, el sindicato sumó un recurso de amparo judicial en base a “dudas sobre la cultura de seguridad”, que incluye declaraciones puntuales de tripulantes de cabina. El uso de la tercera persona y el alambicado tono judicial no alcanzan a amortiguar el cáustico tono de preocupación y miedo que transmiten:
—Todas tenemos miedo –declara la testigo 1, que no es afiliada a la AAA–. Yo particularmente quiero seguir volando, pero me da miedo en estos aviones y me pone mal recordar a mis compañeros.