Cualquier forma de explotación animal es moralmente repudiable: ya sea alimentarse de o experimentar con ellos es reprensible, pero la razón más banal y la peor de las motivaciones es la de la caza: la mera diversión. Si bien la censura social a la cacería ya existe, esta oportunidad permite abrir la puerta a nuevas preguntas para cuestionar desde el impacto en la naturaleza hasta los aspectos morales de la cacería y el consumo de carne.
Desde un punto de vista estrictamente ambiental, el impacto de los cotos de caza es sumamente problemático. Más allá de ser una situación artificial en la que el animal pasa su vida atrapado, la mayoría de éstos son especies exóticas de criadero. La inserción en el hábitat de animales foráneos sin depredadores y que se alimentan de la flora de la que se nutren otras especies siempre rompe el balance natural. Justificar que la cacería es una forma de ambientalismo y de equilibrar las especies es ridículo: cazar no es una necesidad para el ambiente tanto como no lo es para el hombre. No es alimentarse o dormir, no se trata de un impulso biológico irrefrenable: es una elección y una construcción natural que debe justificarse desde el discurso, el derecho y la ley. Parte de éstas nacen del concepto fácticamente erróneo de la necesidad biológica de alimentarse de carne y de productos derivados de animales, obedeciendo al discurso social, cultural, médico y de la industria alimentaria que lo avalan.
Si bien es de buena fe, no deja de ser un fundamento equivocado. La cacería es una forma egoísta de imponer una relación jerárquica con la naturaleza en la que sólo por diversión, por “amor”, se reniega de los intereses de los animales.
*Investigadora del Conicet. Docente de Derecho Animal en la UBA.