Para la idiosincrasia nac&pop, San Isidro es por excelencia el hogar de los “chetos”, del “chetaje”. Ahí vive la gente bien, que no conoce “la calle” e ignora los códigos del Buenos Aires “auténtico”, que por alguna misteriosa razón es más digno, más romántico y más argentino. Hasta el propio Fernando Peña, vecino del barrio, había acuñado ese estereotipo en el personaje de Martín Revoira Lynch, un sanisidrense a ultranza que, desde la vereda opuesta, confirmaba esta imagen sesgada. De más decir que es todo una patraña, una representación que busca hacer algo odioso del que es uno de los más lindos y tradicionales barrios de todo el Conurbano.
El partido de San Isidro es grande. Y si bien comprende zonas que quedan al oeste de la Panamericana, como Villa Adelina y Boulogne, su parte más conocida, la más característica, se ubica al este, junto al Río de la Plata. Ahí nace la historia del barrio. En el siglo XIX, las familias aristocráticas comenzaron a elegirlo para ubicar sus quintas de fin de semana y de vacaciones, muchas de las cuales sobreviven y hasta pueden visitarse todavía hoy. El edificio del colegio San Juan El Precursor, a la vuelta de la Catedral de San Isidro, era, por ejemplo, la casa veraniega de los Anchorena. Y más hacia el norte se encuentra la famosa Villa Ocampo. Está abierta al público y puede uno ir a tomar el té en los jardines donde hace menos de un siglo lo hacían Borges, Eduardo Mallea o la propia Victoria Ocampo.