OPINIóN
Marcha por la Universidad

Libros en la selva: lo que hay detrás de la marcha por la universidad

Con protocolo antipiquetes al acecho, todos los sectores sociales marchan con un libro en el brazo, pidiendo presupuesto para las universidades gratuitas y para condenar la desaparición de la educación pública. Una postal bañada de argentinidad.

Marcha Universitaria Federal
Marcha Universitaria Federal | agencia AFP

Este 23 de abril es el día del libro. No es un día más. No lo es para los que creemos que nuestra vida está indisolublemente ligada a ellos. No lo es para los miles de universitarios, estudiantes, aspirantes a profesionales, intelectuales, alumnos, docentes, personal académico, porteros de escuela, cocineros, ambientalistas, actores, obreros y ceos de saco con dobladillo cosido a mano que están acercándose lentamente hasta la Plaza del Congreso o la Plaza de Mayo. Muchos, con un libro en la mano, uniéndose a esta marea humana, una selva de pequeños seres comunes, atribulados homo sapiens analógicos del siglo XXI, dispuestos a dejar testimonio de sus propios contrastes en una foto aérea alzando con convicción ese texto con tantos significados.

Ni para los auditores de la Nación, ni para los contadores, escribanos, peritos, hombres de ley y de bien, que se irán un rato antes de la oficina, para estar a tiempo en esta movilización que tal vez sea ajena - si son hijos de la universidad privada-, pero que igualmente los interpela. Y eso es lo importante. No importa si uno ha tenido el privilegio de haber estudiado o no; lo importante es que deje de ser un privilegio.

Es algo parecido a lo que sentíamos en 1982, cuando acudíamos a las marchas virginales sobre las plazas porteñas, en las que el orador estrella era Raúl Ricardo Alfonsín. Para ir, no era necesario estar afiliado a la Unión Cívica Radical, pero muchos sentíamos que ese era el lugar en donde había que estar. Y era una movilización arrolladora, con muchas banderas y colores. Pero los colores del cielo nos unían a todos los habitantes de este suelo.  

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Lo que hay detrás de la marcha por la universidad

Tampoco es hoy un día más para Juan Carlos Alderete, el dirigente social que ayer escribió, en la sección Opinión, de perfil.com: “Soñamos con que nuestros hijos y nuestros nietos lleguen a la universidad. Sobre todo, los que venimos de abajo, de familias pobres y no pudimos estudiar. En mi caso, no terminé la escuela primaria y trabajé desde que era pibe. Quizás no puedan ni imaginar el orgullo que se siente cuando tus hijos sí pueden hacerlo. En mi caso, recién el año pasado uno de mis nietos ingresó a la Universidad Nacional de la Matanza. Cuando egrese, será el primer profesional de nuestra familia.”

La extensa lista de reproches post mortem que podríamos hacerle a la generación del 80, debería al menos incluir un rotundo agradecimiento: nuestras universidades públicas, indiscutible orgullo nacional. Todos los que pasamos por alguno de esos claustros sabemos de dificultades, esfuerzo, tenacidad, un tributo que este país no siempre, pero casi siempre, recompensa a largo plazo. Nuestras escuelas y nuestras universidades son nuestras, de los estudiantes, de los profesores, de los ciudadanos. 

La universidad acorralada

Como son un poquito de todos y cada uno de los argentinos Carlos Gardel, Astor Piazzolla, Fito Páez, Mercedes Sosa y Charly García; las Malvinas, el litio y los Glaciares; Diego Maradona y la Selección Nacional; Plaza de Mayo y el Faro del Fin del Mundo. En definitiva, nos aglutina una argamasa celeste y blanca muy difícil de integrar, pero que milagrosamente leva y eleva a todos en momentos como éste, y eso se cuece en los hornos de la identidad nacional. 

No es necesario ser iguales, no deberíamos serlo, con remar hacia la misma orilla alcanzaría para seguir siendo lo que hasta ahora hemos sido y que, a pesar de todo, nos pone de pie cada día para continuar. Una masa madre compuesta de esencias con sello de origen, entibiada con abrigo, multiplicada con paciencia. Eso somos los argentinos, y no salimos tan mal pese a que ahora sabemos que no estamos nada bien. 

Domingo Faustino Sarmiento creaba escuelas públicas a la misma edad en que ahora, los chicos dentro de las aulas de la escuela -pública y privada-, gastan en apuestas on line el dinero de su propio almuerzo. Algo no está bien… 

Como decía Immanuel Kant, todos sabemos qué está bien y que está mal. Sólo necesitamos más libros y más horas de clase –públicas y también privadas, ¿por qué no?- para nutrirnos de los que nos precedieron, para escuchar a los que saben, para construir nuestra personalidad y elegir, mientras todo eso sucede, qué clase de personas queremos ser.

La argentinidad por venir

Hoy es el Día del Libro y ayer fue el Día de la Tierra y aunque parezca una coincidencia, me animaría a decir que Jorge Luis Borges opinaría todo lo contrario. Tal vez deberíamos aproximar más en nuestro paradigma lingüístico ambos signos: libros y selva. Y hacernos responsables. En definitiva nada nos  llevaremos de este mundo, ni el libro más preciado ni un puñado de la tierra que habitamos. 

Podremos en cambio dejar huellas, textos y caminos en la jungla enmarañada de este viaje que, como sucede con las lecturas atrapantes, sólo completa su sentido en las postrimerías de las últimas páginas. Los libros quedan; las selvas también deberían continuar. Los necesitamos.

Libros en la selva

El Libro de la selva, que curiosamente Rudyard Kipling escribió no en India sino en Vermont, Estados Unidos, fue la obra que cerró el vituperado siglo XIX y su autor, el primer Premio Nobel de Literatura concedido, en 1907, a un escritor de origen británico. No parece un gran dato, pero es uno de los tantos innumerables datos que regalan los libros. 

Al propio Kipling lo conmovía que su pequeña gran obra hubiera logrado que muchos chicos, desde distintos rincones, le escribieran cartas comentándole lo que les había dejado la historia de Mowgli y sus amigos salvajes.

Al fin de cuentas, tenía razón Eduardo Galeano: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.”

No hay nada más inofensivo que una escuela, me tienta decir, pero sabemos que no es así. Los libros regalan otras voces. Son polifonía y en esto radica su peligrosidad. Fue por eso que Francia, cuando ocupó Argelia durante 132 años, no permitió que los nativos argelinos concurrieran a las escuelas francesas y aprendieran en esos claustros el significado de las palabras libertad, igualdad, fraternidad. El pensamiento los haría libres y las ideas, como los árboles, siempre mueren de pie.

Perder la educación pública no sería solo una noche en la mitad del día. Conocimos muchos años de oscuridad. No se decide la verdad de un pensamiento según se alinee a derecha o izquierda. O como bien lo expresó con sus propias palabras, Albert Camus al recibir el Premio Nobel de Literatura: “Si un hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”.

Y lo dijo un argelino que tuvo el privilegio de estudiar en una escuela pública de Francia, dentro de su tierra natal. 

CP